Entre el Estado y el mercado, el ciudadano no sabe a cuál atender. Si consume, se ve en apuros luego para cumplir con el Estado. Si cumple con el Estado, posterga o de deja de adquirir bienes. Tal dilema no es fácil de resolver, no solamente es una cuestión de recursos es también una cuestión moral. El Estado, encontró una solución simple, pero eficaz: gravó las transacciones con el Impuesto General de Ventas (IGV). Por su parte el mercado enfila baterías con modernas estrategias de promoción y de financiamiento. Salir de tal encrucijada se complica aún más, en una economía como la actual a la que se le suman criterios de gastos no muy ortodoxos por parte del Gobierno.
Sugerir que no se paguen los impuestos es atentar contra nuestros deberes cívicos, incluso con independencia del modo como el Estado realiza los gastos. Sin embargo, aquél debe reparar que no tiene ante sí feudatarios que tributan para seguir usufructuando bienes concedidos. Tiene que hacerse cargo de que está al servicio de personas que tienen el derecho de sacar adelante su proyecto de vida personal y familiar. Por tanto, los impuestos deben ser de tal naturaleza que, primero, ninguno ciudadano se sienta eximido de pagarlos por ser onerosos; segundo, que no ahoguen las iniciativas de mejora tanto personales como sociales; y, tercero, que sean realistas y vayan de la mano con el sentido común.
Una persona jurídica inicia con verdadero empuje un proyecto de crianza de gallinas. El alimento, las medicinas, el veterinario y una larga lista de requerimientos para su crecimiento, ante el Ente recaudador, pasan como gasto, es decir, no inciden en el cálculo del impuesto a la renta. En cambio, una persona natural decide formar familia, que también es una empresa de vital importancia para la sociedad. Para cuidar y formar a una persona la ley pone obstáculos. Resulta que, para la alimentación, para la educación, para la salud, para la cultura… de un niño en crecimiento, los egresos incurridos por tales conceptos no se reputan como gasto, tienen que tributar. ¿Por qué de tal discriminación?
Contribuir con el Estado es una decisión y acción libres, de lo contrario, las sanciones y puniciones no tendrían sentido. Pagar los impuestos no es un movimiento que brota de modo fácil y natural, es más bien una resolución que hunde sus raíces en lo moral. Un modo de hacer virtuoso el pago de los impuestos es que el Estado (sus funcionarios) los utilicen no solo legalmente sino sobre todo moralmente bien. La ética no se aplica tan sólo para quien contribuye, sino también para quien ostenta el poder de administrarlos.
No es función del Estado convertirse en un eximio recaudador para luego administrar. Su misión más bien es la de gobernar “poniendo acento en su función de estímulo, protección, contralor, orientación y coordinación de las iniciativas privadas en todos los planos” (Sacheri). En tal sentido ¿por qué no permite que los ciudadanos individual o asociadamente apoyen iniciativas sociales, culturales, religiosas y educativas que apuestan por los más necesitados y subvienen a necesidades concretas? En vez de organizar estructuras “oficiales de ayuda” en cuyo montaje se distrae cantidades apreciables de dinero ¿no le sería más económico y eficaz aplicar el principio de subsidiaridad?
Ser contribuyente no es sólo pagar impuestos es también involucrarse solidariamente en la solución de los problemas del propio país. El Estado puede ser un gran promotor de iniciativas si repara que tiene ante sí personas y no meros feudatarios.