Siempre preguntan qué significa ser un verdadero jurista. No parece haber una definición exacta y quizás sea un ejercicio inútil buscarla, pero tal vez podríamos tener algunas aproximaciones igualmente válidas.
Podríamos empezar por señalar que un jurista es un verdadero demócrata que abraza los ideales constitucionales del Estado de derecho, los principios esenciales de los derechos fundamentales y las reglas básicas de la convivencia social en paz y libertad, entre las cuales está la libertad de opinión y la tolerancia. Lo hará sin discriminación, de manera que no comulgará con golpes de Estado, ni será selectivo entre los golpes blandos, buenos, necesarios y golpes malos. Ni participará o alentará las “dictablandas”. Tampoco hará diferencias en la protección de los DDHH para todas las personas sin excepción. Siempre tendrá una posición ecuménica en su respecto. No será sectario con la defensa de la igualdad, ni de la libertad de pensamiento –en su correlato en la libertad de expresión y de prensa- sino que sabrá reconocérselas para todos, sin ambages ni cortapisas. No podría alabar una sola línea de pensamiento recusando las que no concuerden con la suya ni se burlará o rebajará a la que no concuerden con la suya. Jamás cohonestará la censura, venga de donde venga, ni menos aún la vergonzante autocensura.
En la actual sociedad de las comunicaciones un jurista no es figuretti. No podría serlo. Si lo fuera, tendría poco de jurista. Un jurista es humilde en la medida en que la amplitud de su conocimiento y de su formación cultural humanista le hará entender, muy pronto, que la ciencia del derecho está al servicio de la comunidad, de todos, de la docencia, lo que no le pone en una posición más elevada respecto de los demás. Nunca tratará de imponer ni sus teorías ni su visión de las cosas. Solo las expondrá. Un verdadero jurista nunca trocará la derrota por victoria, ni denostará del juez que no le dé la razón. Encajará el golpe con hidalguía. Hará eco de la máxima de Novo Bueno: “Cuando pierdas no digas nada. Y cuando ganes di aún menos. Se humilde en tus victorias y elegante en tus derrotas…”
El verdadero jurista no es sectario, ni procura ser “políticamente correcto”. Será, por el contrario, muchas veces incómodo cuando exponga su verdad, aunque esta sea minoritaria, o no desee ser oída, o no sea del agrado del público mayoritario. Deberá ser fiel a su verdad. Esa es su misión. Un jurista siempre será leal con su conciencia, por más que ella no vaya acorde con los tiempos, las modas o las ideologías imperantes, sobre todo en la era moderna de las redes sin control, agazapadas en el anonimato, prestas al insulto y de denostación, antes que a la construcción de ideas comunes.
El jurista se nutre de todos y de todo. No puede ser jurista el que cita selectivamente sólo a los son de su agrado, o a quienes con él comparten una sola aproximación a las cosas. Por el contrario, el verdadero jurista citará honestamente a sus detractores, a quienes piensen diferente de él, a fin de demostrar lealmente con argumentos fundamentados la valía de sus tesis. Un jurista jamás rehuirá al debate, ni seleccionará a quienes deban participar de una conferencia, o en la academia, o en la Facultad, ya que dejaría de ser jurista. Jamás un verdadero jurista recurrirá, so riesgo de exhibir un pensamiento vergonzante, a la recusación ad-hómine de su adversario, ya que con ello sólo demostrará carecer de ideas y el haber llegado al grado máximo de la mediocridad en el derecho.
El jurista es culto. Tiene que haber leído, no solo de derecho sino de historia, nacional e internacional, de literatura y de economía. El jurista sabe muy bien que la primera regla para poder escribir bien es haber tenido una buena lectura. El jurista sabe por antonomasia que el saber, y el derecho es parte de ello, no se agota en las leyes, ni tan siquiera en su frondosa doctrina, sino que transciende largamente a ello. Un jurista se adentra con interés en la realidad nacional y contemporánea que le rodea.
Normalmente el jurista está alejado de los cargos públicos ya que estos suelen condicionar la libertad de pensamiento y de acción. Cuando se le pregunta al Maestro Héctor Fix-Zamudio, el jurista mexicano más importante del Siglo XX y principios del XXI, por qué con todo su saber no ostenta el más alto cargo jurisdiccional a favor de su patria, responde con apabullante humildad que a la patria se le sirve desde muy diferentes posiciones y no necesariamente desde el boato de un cargo o poder público. Por ejemplo, dice, con la docencia y la investigación académica, como él, desde su cubículo lleno de libros y recuerdos en el IIJ de la UNAM.
Manuel de la Puente (Manolo, como exigía que se le llamara) fue una gran jurista y generoso maestro. Un día, el más apreciado de sus jóvenes discípulos le consultó si debía aceptar el Ministerio de Justicia que el habían ofrecido el día anterior. Él le dijo: “si aceptas ese cargo, tendrás que renunciar al derecho y a tu carrera como profesor y como abogado…”
Un jurista es generoso con su saber y lo comparte con sus discípulos u oyentes. No es egoísta. No es selectivo. Y procura que todos tengan las mismas oportunidades, independientemente de si lo llegan a superar –lo que en verdad es su verdadero anhelo- o si no coinciden con él. Fue el caso de Enrique Bernales quien propició que todos sus discípulos tuvieran formación en el extranjero alentándoles a regresar al servicio de la patria, facilitándoles becas y recomendaciones.
Un jurista es leal con la verdad, y consigo mismo, aunque sea incómoda o aunque no esté de moda o sea ríspida a un determinado público. El jurista, el verdadero, recusa la doble moral que da con una mano lo que quita con la otra. El jurista que es leal con sus discípulos y generoso en la amistad con sus colegas, enseña con el ejemplo de vida la tolerancia y la pluralidad de ideas, la discrepancia y, sobre todo, el respeto hacia los demás, aunque no necesariamente las comparta del todo. Siente que siempre puede aprender y estará dispuesto a aprender de sus discípulos. Es el caso de Domingo García Belaunde, de Fernando de Trazegnies, de Carlos Blancas, o de Shoschana Zusman, entre otros grandes maestros del derecho peruano.
El jurista comparte su saber a través de sus clases, conferencias y escritos. No troca los conceptos por agravios. No fundamenta con insultos. No podría ser jurista quien es ágrafo, ni quien se guarda el saber cuál preciado tesoro que atesora con avaricia. Es generoso con la escritura y deleita la lectura de sus enseñanzas y experiencias.
Un verdadero jurista no apabulla ni trata de imponerse a los demás. Tampoco atesora viajes ni invitaciones cerrando las puertas a los demás, sobre todo a sus discípulos y colegas. Un jurista, quien se precie con orgullo de serlo, jamás se pondría títulos que no le correspondan, ni cargos o merecimientos que no ha ganado, ni méritos que le sean ajenos. Un jurista está orgulloso de lo que tiene y alcanza con su esforzado, sin pedirlo, sin exigirlo, sin apresurarlo.
Jamás un verdadero jurista podría acabar un trabajo de investigación en un mes. Quien pretenda hacer creer eso no habría logrado una genialidad, sino en una clara falsificación intelectual. Quien pretenda presentarse siempre como “jurista” deberá cuidar no llegar a ser, con las justas, tan solo una figura con pies de barro.
Un verdadero jurista jamás se exhibirá en la puerta de un tribunal con sus escritos, posando de modo ridículo para la prensa, haciendo el trabajo que bien puede llevar a cabo con eficiencia un simple portapliegos. Un jurista, uno verdadero, o que aspire a serlo, no perseguirá como perro de presa las ideas de sus más esclarecidos colegas para ir por la vida en plan de permanente contradictor.
Es difícil que en una sociedad cainita como la peruana se puedan encontrar verdaderos juristas que calcen con el ideal de su aproximada definición. Sin embargo, los ha habido, los hay y los habrá. No muchos, lamentablemente. Nuestro medio, tan proclive al juzgamiento público –o mediático, o de las redes, en la actualidad- casi no deja margen para que el jurista, el verdadero, deje de ser una especie en extinción. Y no por falta de escuelas de derecho, o de universidades en que se formen, o porque no haya maestros que los guíen con el ejemplo, sino porque el medio ambiente social suele ser tan hostil y enrarecido que terminan ahogando las ideas, agobiando las conciencias y procurando acallar las mentes más esclarecidas. Es que muchas veces nos llamamos demócratas, pero no nos gusta escuchar aquello que difiera de nuestro pensamiento. Más nos seducirá imponer nuestras teorías, criterios o particulares formas de ver las cosas. ¡Cuesta tanto ser tolerante!
Fue Jorge Basadre, insigne peruano del Siglo XX, quien sentenció: “En países de mentalidad sísmica, es fácil hallar poetas, políticos, oradores. La aparición de grandes juristas es un fenómeno de sedimentación ulterior. El Perú, país contradictorio, los ha tenido, a pesar de todo. Riqueza de subsuelo, sin el abono de calores multitudinarios ni belleza ornamental”. (Los Fundamentos de la Historia del Derecho Peruano).
Fuente: Guik.pe