Pedro Castillo nunca tuvo luz en el camino y los eventos de esta última semana solo se suman a un repertorio político tóxico e incongruente. Optó por la senda de la controversia, rodeándose de elementos iguales o peores que él, desde un sentenciado por corrupción, como Vladimir Cerrón, hasta filosenderistas, cuyos nombres han abundado en los fugaces gabinetes ministeriales.
Tres gabinetes en menos de siete meses y un cuarto en cuestión de días solo ratifican un comportamiento errático e improvisado, donde el amiguismo ha predominado por encima de la meritocracia y el respeto al juego democrático. Fue capaz de seleccionar piezas inadecuadas para dirigir sectores estratégicos del país, poniendo en juego no solo el desarrollo de proyectos a nivel nacional, sino la vida de millones de peruanos, inclusive, aquellos que depositaron su confianza en él desde las urnas.
El último Gabinete no ha sido sino el síntoma letal de un presidente que ya no se puede sostener en el cargo y de un profesor que asiste a clases para aprender. Un presidente del Consejo de Ministros, Héctor Valer, denunciado por violencia familiar solo es una raya más al tigre machista que representa el gobierno de Castillo y se posiciona al lado de la rojimia línea de Guido Bellido. A Valer se le suman 18 ministros que no han sabido condenar las acciones de su superior y prefieren caminar al filo de la desconfianza y el precipicio que ha cavado el mandatario en su gestión.
Este comportamiento ha sido abiertamente apañado por sus múltiples aliados, quienes tras la salida de Mirtha Vásquez y Avelino Guillén del anterior gabinete han dado por concluida su alianza con el perulibrismo, al haber perdido sus últimas cartas en el gobierno.
El mal asesoramiento ha sido una excusa que los defensores del régimen esgrimen cada que el docente yerra; sin embargo, los malos consejos han sido avalados y refrendados con su firma y sello, quedando así evidenciado que él es parte del problema.
El maestro logró lo que ningún otro presidente en la historia del Perú: dejó sin cartas en la baraja a la izquierda que desde un principio se propuso la insoluble tarea de defenderlo, la misma que ahora tuitea sorprendida y le da un suave jalón de orejas porque no es capaz de admitir ni asumir su error. Bajo el manto de la “coherencia” esconden su rabia por no figurar en las carteras perulibristas demostrando que no son menos oportunistas que los que critican.
No hay de qué sorprenderse. El sombrero demostró desde un inicio que el país era su cuaderno escolar. Borra y reescribe gabinetes como lo hizo con cada decisión mal tomada. Los ciudadanos se cansaron de presenciar sentados cómo juega a equivocarse mientras impera la crisis política y económica en un Estado sumido en la más cruda incertidumbre.
Castillo es el vivo ejemplo de que con falsos buenismos no se puede gobernar un país. El devenir del panorama político dibuja a un mal alumno sentado en el sillón de palacio, con un discurso gastado, un cuaderno deshecho de tanto borrar, y sin más respaldo que el de sus cuestionados —y también divididos— socios que lo llevaron a ejercer un cargo para el que, evidentemente, no estaba preparado. Cuánta razón tenía Platón al sentenciar que la ignorancia e incompetencia de los políticos es la maldición especial de las democracias y cuán cerca estamos de ejemplificarlo.
La aniquilante pesadilla que supone cada elección de este gobierno solo reafirma que el vaso ya estaba derramado. Un vaso que Castillo nunca paró de llenar y seguirá llenando hasta que desista o sea vacado del cargo. El Perú está al borde del abismo y el conductor está embriagado de un poder que, él mismo admite, recién está aprendiendo a administrar.