«Si mi padre no hubiera muerto, hubiéramos campeonado con un gol mío».
Era una noche gris y friolenta del 13 de agosto de 1997. Belo Horizonte nunca había sido una ciudad apacible, pero ese día amaneció más dulce que nunca para los peruanos. Tras dos días de constante apoyo de los hinchas de Atlético Mineiro (los hijos pródigos de la ciudad) y en un día donde las personas ajenas al fútbol estaban más atentas al concierto de Emerson, lake & Palmer, Sporting Cristal batallaba el partido de vuelta contra Cruzeiro por la final de la Copa Libertadores. Un encuentro que prometía sangre, choque y fricción, que solo podía destrabarse por detalles. Una de las claves para desequilibrar la balanza del partido era Julinho, quien era el jugador más peligroso del conjunto “rimense”. De repente, al promediar el minuto 64 del partido, el centrodelantero brasileño corre para disputar el balón, amaga con encarar a Nonato y, al encontrarse en soledad contra el mundo, observa una ventana de oportunidad viendo a Alfredo Carmona en tres cuartos de cancha. El volante recibe el pase del brasileño, y cuando va a encarar, una falta de Luis Ángel Donisetti, por lo que el árbitro argentino Javier Castrilli cobra un peligroso tiro libre para Sporting Cristal. Julinho, delantero de la escuadra celeste, estaba más concentrado que un alumno en un examen sabiendo que la oportunidad de gol podía llegar más adelante. Nadie imaginaría que, pocos segundos después, fallaría la oportunidad más importante de su vida. Una jugada de gol que le produciría estragos en sus recuerdos personales y en su carrera deportiva.
Era el verano de 1991 y Defensor Lima necesitaba un centrodelantero extranjero. Roberto Chale, entrenador de Defensor Lima, había pedido al brasileño Luis Enrique Cordero de Almeyda “Lula”. Sin embargo, pese a que ambas partes habían llegado a un acuerdo en aspectos salariales y contractuales, las negociaciones se encontraban en un punto muerto porque Lula había lanzado una moneda al aire, exigiendo algo inédito: que su amigo Julinho se incluya en el trato. Eran los dos o nadie. En su desesperación, Defensor Lima aceptó el sorpresivo pedido. Es así como Julio César de Andrade Moura, nacido en Salvador de Bahía el 31 de octubre de 1965, iba a tener su segunda experiencia en el extranjero tras su paso por el Pozzallo Calcio de la Serie C de Italia.
Cuando recaló en tierras peruanas, se hizo conocido por tener el nombre de un cantante de rock peruano. De Julio Andrade no tenía nada. Iba más como un actor de reparto queriendo demostrar que podía obtener grandes papeles protagónicos. Y lo logró, al convertir seis goles en su primer año y siendo figura clave para que el cuadro “granate” pudiera pelear el campeonato nacional y estuviese a un paso de clasificar a la Copa Libertadores. Al año siguiente, ya sin Lula, su incondicional amigo, convirtió nueve goles, aumentando su productividad goleadora. Sin duda, Julinho demostró que tenía un gran potencial, que podía ser independiente de Lula y que sí tenía algo en común con Julio Andrade: fue el ángel de la guarda del equipo “carasucia” en los dos años que sudó la camiseta del Defensor Lima.
Nolberto Solano agarra la pelota y la coloca suavemente en el gramado verdoso. En principio, Julinho estaba convencido que podía patear el tiro libre, aunque no era el mejor especialista en eso. Pese a ello, en los entrenamientos previos al partido, la estrella brasileña había practicado junto con Solano, Julio “el Coyote” Rivera, Jorge “el Camello” Soto y Prince Amoako. Él estaba convencido de que podía hacer un gol de tiro libre. Su autoconfianza generaba en él la certeza de que podía acariciar la pelota contra la esquina del arco como lo hizo Maradona mil y una veces. Sin embargo, la confianza que poseía, análoga a la del pequeño David frente al gigante Goliat, se desvaneció como pólvora en el aire cuando se acercó a la pelota.
“Cuando se produjo la falta, dije ‘yo lo pateo’. Me quedé esperando el balón, pero Solano agarró la pelota y me gritó: “No jodas oe, anda al rebote”. Me iba a quedar discutiendo, pero pensé ¿y si la cago? Así que mejor me fui al área a esperar el rebote”, cuenta el siempre sencillo, acogedor, canoso y de notorias arrugas, Julinho, ahora formador de futbolistas de las divisiones menores del equipo rimense.
En 1993, el técnico Jorge Amaral llegó a Perú para reemplazar en el cargo a Juan Carlos Oblitas quien había sido contratado por la selección peruana. El brasileño ya conocía a Julinho por su anterior paso como entrenador interino en Fluminense en 1984 y 1985 y se había quedado deslumbrado cuando jugaba contra un chico de un metro setenta que era más rápido que la velocidad de la luz cuando se desmarcaba de los jugadores. Una pulga en la oreja para los defensores centrales. Así que Amaral no dudó un instante en pedir su fichaje para el conjunto “rimense”. A pesar de la personalidad atrevida y jovial que demostraba dentro y fuera de la cancha, le costó adaptarse, como cuenta el ex jugador de Sporting Cristal, Jorge Soto:
“No hablaba con nadie. Era muy respetuoso y hablaba lo justo. Pareciera que estaba incómodo en el equipo», recuerda el Camello“
El joven brasileño solo respondió en la cancha marcando goles y generando asistencias a sus compañeros, pero su poca comunicación y la ausencia de la viveza peruana podían generar la opinión de no haberse adaptado al club. Para resolver este presunto inconveniente del “mudo”, como le decían al principio, Soto relata la extraordinaria idea que tuvo el capitán, Pedro Garay: la organización de una parrillada en su casa. En esa reunión se estableció una química a partir del baile y el canto. Fue el sonido del cavaquinho y el tamborim, que interpretaban la samba, la ocasión para que el brasileño se “desatase”.
“Fue un cambio grande de Julinho con el camerino porque se empezó a mostrar tal y como es: solidario, humorista y humilde“, recuerda Soto, con una sonrisa gingival, ojos extremadamente abiertos y arrastrándose en el mueble de su casa como un niño recordando una travesura.
Ese desarrollo hizo que el joven de 26 años en aquel entonces pudiera competir por un puesto en el equipo titular. Pasó a ser un jugador indiscutible y uno de los principales líderes en el camerino del equipo rimense, con un mínimo de 0,32 de promedio de gol por temporada hasta 1997 (20 goles en 1993, 14 en 1994, 27 en 1995 y, 11 en 1996), una extraordinaria capacidad goleadora, fundamental en la obtención del tricampeonato de 1994, 1995 y 1996 para la “máquina celeste”. En 1997, no solo había marcado nueve goles en el torneo local, sino que además había aportado tres goles para la mítica y heroica campaña de Sporting Cristal en la Copa Libertadores que, tras superar la fase de grupos, en la cual pasó como tercero tras jugar con los todopoderosos Gremio, Cruzeiro (en un spoiler de la final) y Alianza Lima, el conjunto de la Florida derrotó a Vélez Sarsfield en Octavos de final, Bolívar en Cuartos de final y Racing en Semifinales para llegar a la final contra Cruzeiro, en el cual habían empatado a 0 en el partido de ida en Lima. El optimismo era tal que los titulares del Diario el Bocón: “Hoy será nuestra” y de Caretas: “Por una Copa de Cristal”, reflejaban el optimismo de la sociedad peruana. Un sueño que estaba a 26 minutos de culminar. Justamente, en el minuto 64, el tiro libre que estaba por realizar Nolberto Solano en el Mineirao ha puesto en alerta a los espectadores brasileños que sintieron que les arrebataban la Copa.
Tras la pequeña duda acerca de quién iba a cobrar la falta, Nolberto Solano ha agarrado la pelota y mira el segundo palo con atención. Julinho, en el área, espera como un león la mejor oportunidad para cazar a su presa. La barrera se adelanta, el “Maestrito” toma una carrera larga, típica de un jugador que disparará un zapatazo al arco. El árbitro hace sonar el silbato. Solano realiza diez amplias zancadas dignas, de un correcaminos, y dispara. El balón pasa entre un mar de jugadores azules brasileños y le cae cual misil diligentemente dirigido al arquero Dida, quien no puede atajar el balón, que por efecto de la fuerza que le movía, dio lugar al rebote.
Que un arquero como Dida haya dejado rebote no podía ser casualidad. Se trata de un arquero con grandes reflejos, con gran agilidad de piernas, dotes que le otorgaban la posibilidad de jugadas extraordinarias, legendarias, que casi podían ser consideradas verdaderos milagros de un ser superior. Nelson de Jesús y Silva, como realmente se llamaba, había nacido en Bahía, Brasil, el 7 de octubre de 1973. En la tierra de Julinho, Dida era conocido como “la Pantera” por su agilidad y valentía. Tras debutar en 1992 con el Victoria, su rol importante para la obtención del Mundial Sub 20 de Brasil, en Australia, hizo que su figura anónima pasara a ser protagonista de los flashes televisivos y portadas mundiales como un arquero revolucionario. Es por ello que, al año siguiente, Cruzeiro, uno de los equipos más grandes de Brasil, puso la mayor subasta y lo contrató, sabiendo todo el potencial que tenía. Desde entonces, Dida se convirtió en un alto mando en el equipo y en uno de los artífices de la clasificación a la final de la Copa Libertadores 1997. En las dos tandas de penales previas a la final, había sido decisivo: en los octavos de final contra El Nacional (5-3), con un penal atajado y en las semifinales contra Colo Colo (4-1), donde tapó los dos primeros remates. Sin embargo, Dida había dejado un mal precedente que demostraba que era un arquero mortal en aquella campaña: no podía mantener la valla invicta en dos partidos consecutivos. Hasta el tiro libre de Solano, Dida estaba logrando un hito que no había podido lograr en ese torneo. Pero, entonces el rebote contra su pecho dejaba el balón a solo seis metros del arco y más de un espectador en el Mineirao empezó a sentir que las casualidades no existen.
Julinho sabe oler la sangre brasileña. Es ahora o nunca. En medio del área, tras la dificultad de Dida para controlar el balón, corre a una velocidad similar a la de Usain Bolt para coger el rebote. Se abre el paso entre la multitud de piernas, como el pueblo hebreo atravesando el Mar Rojo guiado por Moisés, le gana el vivo a Palinha, Nonato y Donizete y ¡remata al arco con las fuerzas de un equipo, de una hinchada, de un país.! El mundo se paraliza y el tiempo parece que también. El silencio se apodera de las gradas del estadio y, por un momento, aquellas 95,472 almas, que con sus cánticos aterrarían a cualquier visitante han quedado estupefactas, casi como si hubieran visto al mismísimo anticristo. La historia se escribe en momentos así.
Nadie podría poner en duda el buen nivel del carioca que vestía la celeste, se encontraba en un momento de plenitud futbolística, con su convicción por el regate como principal atracción, el remate al primer toque y el doble salto que provocaban repliegues en los rivales, un oscuro nubarrón se cernió sobre él. Aquel hombre humilde y sencillo, con gracejo y buen humor, que expresaba seguridad y derrochaba espíritu positivo, sufriría una pérdida que auguraba una experiencia de dolor y abatimiento: la muerte de su padre antes de la llave de Cuartos de final contra Bolívar. Su compinche, su mejor amigo y, como él lo describe: “mi único apoyo en el fútbol”, había muerto. Un padre que, desde que Julinho se encontraba en el vientre de su madre, le hablaba como si fuera Nostradamus, prediciendo el futuro de su hijo, diciendo que iba a ser un jugador profesional exitoso. Un golpe frío y que le quedaría marcado en lo más íntimo de su ser. Cuando eso ocurrió, Julinho no tenía ganas de nada. El torneo peruano quedaría en un segundo plano. Volver a Brasil para el entierro de su padre era una posibilidad que rondaba su cabeza. Al día siguiente de la noticia, Julinho se encontraba echado en su cama reflexionando sobre la decisión que iba a tomar, cuando de repente, en una lluvia de ideas fugaces, se le vino a la mente cinco promesas hechas en el pasado que había jurado cumplir con fidelidad.
“Cuando tenía ocho años, le dije que iba a jugar en el Victoria de Bahía, (equipo de su ciudad); en el Flamengo, (equipo del que era hincha); en la selección brasileña (sub 17), en las eliminatorias sudamericanas y en la final de la Copa Libertadores”.
Ya había cumplido cuatro. Le faltaba la más importante: jugar la final de la Copa Libertadores. Días después, Julinho se encontraba dubitativo: sabía el poder que conllevaba una promesa, pero el dolor que padecía era inmenso. No sabía qué hacer. Un día, se sentó en el entrenamiento y se puso a llorar solo en la cancha. Sus compañeros, sabiendo el dolor que le producía la muerte de su padre, lo consolaron, entre todos, Julio César Balerio, uno de los más experimentados, se acercó y, le comentó algo que le levantó la moral: “juega para tu padre. Él estará muy triste si no estás en el campo. Juega y gana la Copa para él”. Ese día, Julinho regresó a su casa convencido de que quería jugar una final de Copa Libertadores y que, junto al espíritu de su padre acompañándolo, iba a lograr el objetivo. Un objetivo que está a punto de cumplir en un mano a mano inimaginable con Dida. Solo seis metros lo separaban de cumplir su última promesa.
Julinho está a punto de hacer historia. Es el momento perfecto para demostrarle a su padre que todo el esfuerzo, sacrificio y horas dedicadas a la práctica del fútbol valdrán la pena. La pelota surca el aire y con la fuerza que avanza parece ser capaz de quebrar todo a su paso, excepto algo: la pierna derecha de Dida que se interpone a su paso. Ni el propio arquero sabe lo que ha hecho. Su instinto lo ha guiado hacia ese espacio reservado para los héroes. El árbitro marca tiro de esquina. Las graderías rugen de alegría. Sus compañeros de equipo se acercaron a abrazarlo de manera jubilosa. Los arqueros nacieron para parir estos momentos. Así como Iker Casillas ante Robben en la final del Mundial de Sudáfrica 2010 o el “Dibu” Martínez en el Mundial de Qatar 2022. Dida, el portero de ciento noventa y seis centímetros, fue el as bajo la manga que Cruzeiro tuvo para seguir con vida. En cuanto a la actuación de Julinho ¿Convenía darle el balón a Bonnet? ¿O patear en otra dirección? El delantero brasileño, 26 años después, responde una interrogante que se hizo todo el país:
“Yo salí en diagonal. No lo vi a Bonnet. Además, horas previas al partido, Markarián nos indicó que, si teníamos un mano a mano con Dida, pateáramos de manera cruzada y abajo. Y le hice caso», explica Julinho con voz furiosa y en la puerta del complejo de la Florida.
Julio del 2005. Playa de Lauro de Freitas en Bahía, Brasil. Julinho se encuentra con su hijo Lucas jugando fútbol playa. El sol apretaba, la arena suave acrecentaba el esfuerzo al jugar, dificultaba también algún brinco necesario para controlar el esférico y todo ello sumaba a la emoción de padre e hijo en un momento tierno y lúdico. Cuando, de repente, se comienza a dibujar sobre la arena una sombra que se prolonga, que indica una persona señaladamente alta que se aproxima. El extraordinario jugador siente el peso de unas manos como de plomo sobre sus espaldas, que luego se extienden en torno a su torso para convertirse en un abrazo, que le permite percibir que se trata de alguien moreno. Julinho se aterra, le saca la mano, pero cuando voltea queda estupefacto: es el mismísimo Dida. Los dos se encuentran por vez primera después de aquel partido en Belo Horizonte. Ocho años han pasado. Lejos de mirarlo como a un héroe, que en realidad fue un villano al menos por una noche, Julinho se acerca y le da un abrazo fraternal. La respuesta es recíproca. Dida acaba de ser subcampeón de la Champions League y campeón de la Copa Confederaciones, con Brasil, apenas unos días antes. Ambos, Bahianos, conversan largamente, acompañados por unas caipiriñas. Las anécdotas no demoran en brotar. Bahía, el fútbol, aquella final. De repente, Julinho, decide confesarle una molestia que le ha atravesado el corazón desde hace ocho largos años.
“Me quitaste la final de la Copa Libertadores”, dice Julinho tratando de maquillar cualquier rastro de rencor.
“Nunca vi la pelota”, le jura Dida, como si alegara inocencia.
La charla sigue por unos minutos más. Luego ambos se despiden. Dida debe volver a casa. Julinho, en cambio, tendrá que seguir viviendo con la duda clavada: “¿Cómo eso no pudo ser gol?” Lo dicho por Dida lo ha dejado más confundido acerca de lo que sucedió realmente. El arquero cerró los ojos en un intento desesperado y, casi como una obra de un ser divino, la pelota se desvió en su pierna derecha. ¿Había rematado bien al arco? ¿Realmente hizo lo correcto? Esas y otras preguntas han rondado por la mente de Julinho durante noches de oscuridad y penumbra en las que las pesadillas constantes lo han hecho que se levante durante la madrugada y se quede pensando: ¿Por qué no hice ese gol?
El pitazo final del árbitro argentino Javier Castrilli confirma la derrota de Sporting Cristal ante Cruzeiro por 1-0. El único gol del partido lo ha marcado Elivélton a los 75 minutos del segundo tiempo, once minutos después de la jugada de gol de Julinho ante Dida. Apenas acaba el encuentro, Julinho se aleja de las cámaras fotográficas que muestran a los campeones de la Libertadores, pero también a los jugadores de Cristal, quienes se felicitan por el extraordinario partido que han disputado, pese a la derrota. Discreto, se dirige al otro extremo de la cancha en dirección al arco defendido por Julio César Balerio. En esa posición, Jaime Pulgar Vidal, periodista de Global Tv, con las emociones aún tan frescas que le hacen saltar la credencial que lleva colgada en el pecho, es el primero en captar una imagen inédita que marcará el punto de arranque del drama luego del fallo de Julinho.
“Cuando acabó el partido, todos los periodistas se fueron con los jugadores de Cruzeiro. Yo estaba con Perleche (su camarógrafo) y dijimos ¿Qué hacemos? Y me metí al lado de los jugadores de Cristal que habían hecho un círculo rezando y me encuentro a Julinho con una cara de llanto impresionante que me partió el alma recuerda Pulgar Vidal denotando una emoción en sus ojos negros, con una camisa a rayas y con una notoria calvicie, veintiséis años después de aquella noche”.
Julinho estaba inconsolable. Su cara denotaba una mezcla de rabia, pena y dolor. Durante unos minutos parecía haber perdido la brújula del lugar en el que se encontraba. Tenía una mezcla emocional extraña, que le estrujaba el alma. La gratitud por lo vivido estaba muy presente en él y le animaba. Pero al mismo tiempo, experimentaba dolor y decepción, pues sentía que le había fallado a su padre al no ganar la Copa. Y es que no hay nada peor que un finalista sin copa. Cuando se acercó a recibir la medalla de subcampeón, durante la ceremonia de premiación, Julinho miró melancólicamente el trofeo de la Copa Libertadores. Estar a pocos metros, pasar ante él y solo poder mirarlo, ¡fue frustrante!. Sobre todo, por ser un futbolista sudamericano con 30 años cumplidos y, que no sabía si iba a tener otra chance de levantar la Copa. Al día siguiente, la página cuatro del diario “Líbero” reflejaba el verdadero sentimiento del delantero brasileño: “Julinho lloró de corazón”.
Pese al extraordinario recibimiento en Lima al plantel y al compromiso de Julinho de quedarse en Sporting Cristal, teniendo ofertas de diversos equipos de Sudamérica, el gol perdido ante Dida iba a causar estragos. En 1998, el mundo de Julinho se vendría abajo. Tras la pérdida de su padre y quedar subcampeón de la Copa Libertadores, se sumarían terribles acontecimientos a su vida. Apenas dos meses después, Julinho perdería la oportunidad de ir a la Copa del Mundo tras quedar quintos (pasaban los cuatro primeros) al Mundial de Francia 1998. Al año siguiente, Julinho se separaría de su esposa Milene y, por consiguiente, de su hijo Lucas. Un golpe muy duro que haría que tuviera un bajón futbolístico y que prácticamente todo ese año estuviera en el banco de suplentes. Con su mundo familiar y personal en ruinas, frente al cuestionamiento de la hinchada de Cristal y padeciendo pesadillas que le impedían descansar serenamente, Julinho tenía un serio problema. La situación se descontroló vertiginosamente, como una población no preparada ante el embate del fenómeno del Niño. La oscuridad de la noche permitía que aflorasen los tenebrosos y nocivos pensamientos anidados en su subconsciente a causa de aquel gol fallado. Un gol que no era difícil de olvidar y que le iba a durar mucho tiempo. Quizás, hasta el final de sus días.
Con el pasar de los años, Julinho fue cargando una mochila cada vez más pesada, le había costado asimilar la derrota. Pero, poco a poco, empezó a valorar su medalla. Hoy, dice que la considera como “plata que vale oro” y también valora el gran partido que jugó en Belo Horizonte. Sin embargo, durante muchos años no había sido capaz de ver la final completa porque sentía que había fracasado. Su hijo Lucas, un día que se encontraba en su casa en Bahía, le hizo una propuesta que desafió el trauma psicológico de Julinho.
” Papá, ¿has vuelto a ver la final?”
“No, hijo, y no pretendo verla.”
“¿La vemos juntos? Yo te acompaño”
Esas palabras bastaron para que Julinho y su hijo se echaran sobre la cama, abrieran YouTube y se pusieran a ver el partido completo. El ex jugador sintió como si viajara a través del tiempo. De repente, las imágenes del partido que su mente tenía bloqueadas volvieron a surgir: el confeti azul al salir a la cancha de Cruzeiro, las pifias al equipo visitante, la camiseta blanca que tuvo que usar Cristal, la arenga de Sergio Markarián en el camerino. Por un momento, volvió a sentirse completo, lleno de esperanza y más iluminado que nunca. Hasta que llegó el minuto 64 y aquella acción ante Dida, Julinho no pudo evitar recordar todo el sufrimiento, la angustia y la tensión vividas después de la final. El ídolo rimense luchaba por contener las lágrimas, pero estas cayeron igual. Lucas lo abrazó fuertemente mientras veía cómo su padre derramaba lágrimas por todo su rostro, como un río descontrolado fuera de su cauce. Solo tras el consuelo de su hijo diciéndole: “papá, ya está”, pudieron seguir viendo el partido. El gol perdido en Belo Horizonte será para él, como una tortura en su psiquis que lo perseguirá hasta el fin de sus días, si no asimila la experiencia. Esa noche, bajo el oscuro cielo bahiano, Julinho, como de costumbre, se quedó insomne, mirando la espectacular vista de la ciudad. De repente, una curiosa estrella apareció, una estrella fugaz, para hacerle compañía, como siempre lo hacía su padre en sus momentos más grises. No era posible, por supuesto. ¿O sí? Solo Julinho sabe la respuesta.