«Tuve una infancia desventuradamente feliz», empezaba el discurso José María Arguedas en un ya lejano 17 de septiembre de 1966. Tres años antes de su trágico fallecimiento, el querido «taita» se aproximaba a las aulas villarrealinas, con el temor que aguarda toda confesión.
Hoy, 18 de enero de 2021, se conmemoran 110 años de su natalicio. Y no hay manera más plausible para honrarlo, que recordar aquellas palabras que no salen de él como novelista o literato, sino como maestro.
La infancia
Arguedas aquella tarde hablaba del dolor de su infancia. «Me golpearon duramente» decía, seguramente porque no fue solo en el cuerpo, sino en el alma. A pesar de todo ello, sabía que de forma terrible, el destino lo había hecho «más fuerte», y que su intelecto lo había arrastrado a recibir las «compensaciones» de una vida dedicada a la escritura.
En este recuerdo se puede escuchar el solitario horror de quien lo cuenta, como si de una anécdota se tratase. «Lo que hacía al escuchar estos espectáculos, tan descomunales, era llorar sin consuelo, y no sabía porqué. Si por terror, por miedo, o simplemente por orfandad, pues no tenía a quién acercarme para que me consolara».
Bajo la ausencia irremediable de su madre, y sobre el profundo desprecio de aquellos seres que luego serían sus personajes, el escritor le pidió a Dios que lo recogiera. Y quién sabe cuántas veces lo había hecho.
El mundo andino y la división
En ese terrible descontento de la niñez, nuestro maestro había podido sumergirse con amor al mundo andino. En esa división que traería obras increíbles, pudo ver con claridad las líneas de subyugación que de momento parecían irrompibles.
Recordando sus palabras cuando repasaba un mito descubierto en ese entonces, «la creencia de la división entre indios y señores es divina». El mito tomaba el desconocimiento de la religión cristiana, bajo una lupa de respeto y perpetuo sometimiento. Porque ese dios desconocido para los indios creó a la humanidad, dividiéndola en dos: a los señores, que no debían trabajar, y a los indios, que debían trabajar para los señores.
Esa concepción también traía a colación el consuelo del paraíso. Aquel que no era diferente a la Tierra, sino que solamente cambiaba los roles de sus habitantes. El indio es señor en el cielo, y hace trabajar «a patada limpia» al que fue señor en la Tierra.
La fe en la juventud y la esperanza
La transición de Arguedas de la Sierra a la Costa durante la secundaria, enriqueció su conocimiento de la realidad peruana, hasta un punto en el que solo su presencia inspiraba respeto en sus compañeros.
Cuando llegó a Lima, pudo conocer y estudiar codo a codo con una generación que muchas veces sobrepasaba la genialidad. Y sin embargo, la humildad del maestro no cambió. «Tienen que creerme, nunca hice distinción jerárquica entre el intelectual y el trabajador manual, yo nunca creí que un novelista, por el hecho de serlo, podría considerarse superior a un lustrabotas, porque si cada quien da más de lo que puede dar de sí mismo, debe merecer el mismo respeto y el mismo amor y estima que los demás».
En sus años mozos, Arguedas se sentía honrado y sumamente emocionado del futuro que parecía aguardarle a la nación. Para él, «la juventud tenía un horizonte limpio», y parecía que estaban «a las puertas del cielo», donde un mundo tendría por fin un «régimen justo».
Lamentablemente, para él y su generación, esos días nunca llegaron. Y las próximas generaciones se llenaron de oscuridad, amargura y escepticismo.
El recuerdo de un futuro distinto
José María Arguedas critica fuertemente a la generación que le sigue, porque ha perdido algo que en medio de la incertidumbre no se debería perder: la fe. «Los jóvenes están ante una perspectiva sumamente oscura»; «la izquierda no ha estado jamás tan dividida como ahora; «recibimos con terror esas hazañas de la guardia roja».
El maestro pide esperanza, porque él hubiera estado perdido sino hubiera tenido la oportunidad de llegar a la juventud con la fe que le infundió el mundo. «Quizás es el momento», dice Arguedas hace ya 54 años. Aun con el recuerdo terrible del que hablan sus obras, cree que el Perú está ante la posibilidad de unificarse, de ser pronto «todas las sangres».
«Hemos vivido impulsados por el odio», pero sin amargura también hemos sido «impulsados por la esperanza». «Esa gente no duda, sabe a dónde va, y yo sé a dónde voy». Así termina el maestro José María Arguedas su discurso, y como su recuerdo se va para siempre volver.