“People are strange
When you’re a stranger
Faces look ugly
When you’re alone” – The Doors (1967)
Esta es una historia real. Hace unas semanas, G. subió al subte rumbo al trabajo. No tenía muchas ganas: hacía frío, pero la línea D lo dejaba a tres cuadras de su oficina y en pocos minutos.
Al entrar al vagón, la vio. Un rostro familiar. Inconfundible. Era una chica de su pueblo. No recordaba su nombre, pero tenía el recuerdo vívido de haberla visto fumando con sus amigos, especialmente cerca de uno de ellos. Estaba convencido de que salía con ese pibe hacía ya un par de meses. Sí, seguro. Amagó a saludarla, pero ella bajó la mirada.
El subte venía repleto. A G. no le quedó otra que pararse a su lado. La piba seguía sin dar señales. Ni de reconocimiento. Ni de dudas. Ni de nada. En realidad, nadie lo miraba, pero ella sabía su apellido, su colegio, los nombres de sus amigos. Digamos que le rompía un poco la paciencia que no le devolviera aunque sea una sonrisa cómplice, un mínimo movimiento de cabeza.
Y así, mientras trataba de despabilarse, una luz sorpresiva le iluminó toda la cara. Y no, no venía del subte: venía del celular de la chica. Le estaba sacando una foto. El flash la traicionó.
—¡Perdón! Era para mandársela a tu amigo —atinó a decir.
Ni “hola”. Ni “¿te conozco?”. Habló como si existiera una conversación previa, donde todas las sospechas de G. se confirmaban (“tu amigo”, claro, el amigo con el que estaba saliendo, su amigo de toda la vida, la razón por la que sabía quién era esta piba). Claro, “quiero enviar una foto de tu cara a esa persona, con la que estoy hablando por celular, pero a vos —que te tengo enfrente— no te pienso ni saludar, ni hablar”. G. no dijo nada. Bajó en la siguiente estación.
En la era de la hiperconexión, donde sabemos más de lo necesario sobre el resto, y en tiempo real, ¿en qué idioma hablamos entre nosotros? Conocidos y desconocidos, ¿no hablamos con nadie? ¿somos todos más accesibles por la web que cara a cara?
En el subte más lleno de la hora pico, fingimos no vernos. Todos alguna vez elegimos simular miopía, fingir demencia, mirar para otro lado, evitar un vaivén de frases vacías. Un “todo bien” que a nadie le importa, una conversación incómoda, un mensaje comprometedor.
Nos resulta altamente peligroso ser reconocidos algunas veces, y muy angustiante no serlo en otras. Porque después de cruzarte más de diez veces con la misma persona, en el mismo vagón, a la misma hora, empieza a acechar la pregunta inevitable: ¿lo saludo? Y cruzarte a esa persona que sabes, pero no sabes quién es… peor.
Pero, ¿vivimos realmente en silencio frente a los demás? Es cierto, es más fácil un mensaje escrito, un reel, un like —¿una foto a su amigo?— que una conversación cara a cara. Es cierto, el mensaje nos da unos segundos adicionales para pensar si quiero enviarlo o no. Si lo borro. Si lo reescribo. Si lo va a malinterpretar. Si se lo reenvía a su grupo de amigos o —mucho peor— si va a terminar en esa otra persona que no debería leerlo. Un sinfín de etcéteras. Es verdad, es más fácil el silencio, es más fácil el send.
Pero la Ciudad está lejos de estar en silencio. La Ciudad funciona sobre miradas cargadas de sentido, gestos más claros que palabras, suspiros que alertan hasta al más distraído y —por supuesto— bocinazos que despiertan lo peor de cada uno.
El trayecto a lugares comunes se convierte en conversaciones mudas con caras nuevas y conocidas. Los auriculares, las pantallas y el apuro son coartadas perfectas para llegar a destino sin la incomodidad inherente de hablar con un ser humano. Pero no podemos decir que no nos comunicamos. Porque alguien tiene que avisarle al chabón de los auriculares que mire para adelante. De alguna forma tenemos que agradecer si alguien nos deja pasar. Alguien tiene que irradiar con odio contenido al que nos hace tropezar.
¿Es un flash la mejor forma de saludar a otro en el subte? No, probablemente no. Pero un leve movimiento de cabeza, una contracción de hombros, la activación de las cejas, un pulgar (u otro dedo) arriba… funcionan bastante bien.
Sí, nos comunicamos. Incluso llegamos a niveles altísimos de complicidad sin decir una sola palabra. ¿Es lamentable este temor que tenemos ante la simple idea de conversar en persona? Totalmente. Pero esas conversaciones mudas, esas que tenemos con todo el mundo todos los días tienen algo de revolucionario ante la era digital, tienen algo poético. Algo que hace de la Ciudad una marea eterna de mensajes que trascienden a la palabra.