«¡Cómo se nota que no lo elegimos!» ¿Alguien recuerda esta frase, casi alabanza, que se profesaba a diestra y siniestra en muchos espacios hace poco menos de un año? Podría apostar que más de uno se haría el desentendido ante esa pregunta o se iría por la tangente diciendo que las condiciones eran otras, que fue algo nuevo, que nadie se lo esperaba y que al menos se sintió liderazgo.
«La pandemia le ha echado leña al fuego», dicen también en las calles, aludiendo a que la crisis sanitaria puso sobre la palestra las claras deficiencias de nuestro Estado y exacerbó nuestra ya de por sí caótica realidad política. Discrepo con esa afirmación: la pandemia no ha echado leña al fuego, sino gasolina. Es que, además de mostrar y agudizar falencias, se dio combustible para iniciativas populistas.
«Se metieron con la generación equivocada», se repetía también a puro pulmón en las plazas y las calles abarrotadas de gente en la víspera de la segunda ola. Pero en esto sí doy la razón: la llamada «generación del bicentenario» no ha sido la más acertada y tan pronto como alistaron ollas, carteles y banderas para mostrar rabia e indignación, volvieron a ritmo de verso y estrofa a un encierro receloso y despistado sin chistar.
Y es que las crisis, tan agudas y complejas como la que enfrentamos, sacan todo ello a la luz: búsqueda de líderes/caudillos, propuestas de solución descabelladas, carencias estatales e insatisfacción en masa que, como bola de nieve, arrastra opiniones y deseos. Pero no todo sería malo si se aprende de lo que se hizo y dejó de hacer; sin embargo, ¿qué tenemos ahora?
Pues tenemos a alguien aún vigente que al parecer nadie eligió, pero todos quisieron; a un Estado que avanza un paso y retrocede dos; y a una generación que, con aparente buen ánimo patriótico, clamaba desde una defensa de la democracia hasta un borrón y cuenta nueva de nuestras instituciones. Elementos tan peruanos como Vizcarra son los que muestran lo que tenemos y de lo que carecemos como país.
Y me detengo un momento aquí. El expresidente, convertido en santo por un cuarto de hora, resultó siendo un personaje vil; alguien que, haciendo uso de su posición y poder, jugó siempre a su favor y beneficio personal, dejando a un país asfixiado tanto en términos económicos como sanitatios. Haciendo poco y hablando mucho, aseguró su sobrevivencia humana y política a costa de miles de vidas y estabilidad. Ahora, con un discurso de valentía cínica, pretende volver, «seguir luchando por el pueblo» desde el Congreso. ¡Cuidado!, que la memoria del pueblo peruano no es de las mejores.
¿Y el gobierno morado?
«¡No seamos mezquinos!», vitorean también con mucha furia a propósito de la ínfima cantidad de vacunas que acabamos de recibir. Me permito cuestionarme, sin ánimo a desmerecer, ¿Debemos celebrar un trabajo que de por sí debe cumplir el Estado y, por si fuera menos, cumple mal? Es por algo que este Leviatán existe, ¿no?
Los morados han resultado una continuación del vizcarrismo. Si bien, en algunos puntos da la impresión de que podría ser mejor, en otros resulta igual o peor. La cuarentena, al menos diferenciada al día de hoy, termina careciendo de un aterrizaje preciso a pesar de la experiencia adquirida y ni qué decir de la estrategia comunicativa, que con tanto exordio y enredo termina por confundir antes que echar luces. Sagasti se mantiene en el puesto, pero en la cuerda floja, a merced de un Congreso que puede sacarlo tan pronto como lo puso.
El Perú del día de hoy no es tan diferente al de marzo del 2020. Tenemos uno que otro rostro nuevo y mucho problema viejo. Se procedió mal, pero se persiste en el error y se intenta paliar las consecuencias de una gestión mortífera con parches desgastados. Una oportunidad se avecina hacia abril, pero al paso que vamos y con los cuestionamientos hacia nuestra justicia electoral parece que más que esperanzas de cambio tendremos la siempre desilusión de más de lo mismo. ¡A cuidarse! y no solo del virus.