En un cartel, al costado de la foto de un candidato, se lee: «educación y salud gratuitas». Sin entrar en el análisis de su significado, el eslogan, se presenta como una «oferta» directamente dirigida a los «compradores». Lo importante es el precio, aunque el producto no se necesite. Este aviso publicitario es una muestra de la ligereza con la que se toman los próximos comicios.
Lo que debería ser un proceso de alternancia racional y cívica, termina por convertirse en una especie de feria de «productos» donde con febril actividad se realza más la forma que el fondo. ¿Será que los candidatos piensan que los ciudadanos carecemos de capacidad para analizar y discriminar un programa de otro? O tal vez ¿tienen el convencimiento que sólo los candidatos saben lo que es bueno para los electores y, en consecuencia, les interesa resaltar aquello que garantice una recordación fácil y duradera, aunque sea algo superficial o no relevante? Pensando en positivo, ¿este afán por gobernar se debe a la creencia – bien intencionada, pero no cierta- que solo se puede servir al país desde «las alturas»? Finalmente ¿esta atmósfera «de ofertas» que envuelve las elecciones forma parte del sistema democrático?
Votar es un mecanismo previsto en un sistema de alternancia del poder. Mediante este, el ciudadano decide, eligiendo al candidato a la Presidencia y al equipo que lo acompaña para que implemente, durante su gestión, las ideas y proyectos que ofreció durante su campaña.
Para elegir es necesario conocer, deliberar y finalmente actuar. Si no se conoce o se conoce a medias, no existe una verdadera elección. Igualmente, si uno conoce a cabalidad y luego delibera, pero no actúa, tampoco habrá elección. Todo queda en buenas intenciones. De no haber un contenido racional en las propuestas, el conocer -acto intelectual- no tendría la materia prima para cumplir con su cometido. No sólo eso, sino que, además, sin conocimiento no hay acto libre y sin libertad no existe responsabilidad. ¡Cuánto daño pueden causar al país aquellas personas que asumen con ligereza la envergadura de un cargo público! ¡Cuántos daños irreversibles pueden originar a los ciudadanos políticos que solo miran su propio beneficio!
No debemos olvidar que la función de los gobernantes es el bien común, que incluye el bien particular. Por ello, en una sociedad democrática la elección de un candidato es un mecanismo que debe respetar la inteligencia y la voluntad del elector. No todo debe ser producto del marketing político: formas, colores, frases redondas, y canciones cuyo estribillo es «pegajoso». Hay que dar contenidos, planes racionales y viables, porque la democracia no concluye con la proclamación de un ganador: aquel recibe por delegación de los ciudadanos el poder; no es dueño del cargo, lo administra y solo temporalmente.
Por tanto, el rendir cuentas, recibir críticas o aceptar sugerencias no es señal de debilidad, es más bien una exigencia y un recordatorio de que se está en un cargo por mandato expreso de los electores. A través del voto, el ciudadano renuncia a ciertos derechos y prerrogativas a favor del candidato electo para que por él gobierne, legisle e implemente políticas. Pero conceder atribuciones no significa otorgar licencia para que se usufructúe sin límites el poder.
Es inadmisible aquel tan nefasto como extendido prejuicio que reza: «Mientras haga obras, no importa que el gobernante robe; lo malo es cuando roba, pero no hace obras». Es inaceptable, primero porque no todos los politicos son deshonestos e inificientes. Segundo, ¿quién garantizaría, entonces, que las obras que se ejecutan son realmente necesarias e importantes?; y, tercero, el gobernante tiene la obligación moral de realizar obras y no hace ningún favor ni concesión especial cuando las ejecuta.