No hay forma de detener la historia. Este 7 de junio, además de conmemorarse el Día de la Bandera, el país despertará en un escenario sumamente complejo en donde más de uno, sino todos, nos encontraremos en cierta medida más o menos insatisfechos. Es que la insatisfacción no será producto solo del resultado del día anterior, sino de una serie de hechos que se circunscriben y superponen en distintos periodos de nuestra historia reciente.
El periodo amplio. En principio, debemos remontarnos a finales de los 90, al periodo de Alberto Fujimori. Con un país asfixiado por el terrorismo, la crisis económica, la elefantiásica burocracia y prácticamente cerrado a la comunidad internacional, el gobierno fujimorista supo hacer lo necesario para virar el rumbo hacia una recuperación. Sin embargo, además de lo necesario y bueno que se hizo también se cometieron atrocidades. Bien conocidos son los actos garrafales por cada acierto.
Pero la vida continuó y al salir de un gobierno autoritario empezamos el nuevo milenio con las bases asentadas, con el famoso “modelo” puesto en marcha. A partir de ahí, pues parece que hubo una suerte de pequeño “fin de la historia”, ya que se asumió tener al enemigo vencido, al país revitalizado y los indicadores mejorando. Entró entonces a funcionar el piloto automático y aquellos llamados a defender y mostrar lo positivo del modelo elegido se olvidaron de hacer política. Pero la izquierda no se detuvo y sus elementos más y menos radicales modificaron la estrategia: se pusieron a trabajar sin hacer mucho ruido, o al menos no más del necesario.
El periodo cercano. El año 2016 es un hito a tener en cuenta para reflexionar de forma más aterrizada sobre lo que nos está sucediendo. Es a partir de entonces que, con el modelo corriendo, empezó a salir más a la luz todo aquello que la clase política y los burócratas habían dejado de lado. De esta manera, se hizo cada vez más evidente que a pesar de que el modelo seguía en marcha y había dado resultados, pues los indicadores no mienten, el Estado no se acercaba al ciudadano de la forma como debería de haberlo hecho. Asimismo, el grueso de la población se dedicó a vivir de espaldas al Estado y clara muestra de ello es la informalidad, pues ¿por qué esperar algo de ese gigantesco monstruo si nunca me lo va a dar o, de hacerlo, lo hará casi siempre de forma deficiente?, o ¿por qué apegarme a su estructura si lo que obtendré no serán beneficios, sino trabas?
Además, no se construyó institucionalidad ni hubo real preocupación por fortalecer la poca que se tuvo. Pero ello no fue todo, sino que con arteras movidas políticas se reforzó la desconfianza y la impopularidad, se empezó a dinamitar lo ya de por sí endeble. Hechos como el obstruccionismo, la corrupción, el maniqueísmo de las normas constitucionales y el populismo empezaron a hacerse cada vez más evidentes y a caldear los ánimos de la población. La informalidad como válvula de escape empezaba a no ser suficiente para seguir con la vida, lo que sumado a los crecientes resultados del trabajo de la izquierda, tanto desde la burocracia como de la cancha política, empezó a avivar cada vez más los ánimos y a exigir “cambios”, los cuales encuentran su máxima expresión en traer todo abajo y volver a empezar con una nueva Constitución.
El periodo inmediato. Este periodo es el que ha terminado por desnudar las falencias antes mencionadas, pero además ha extremado las diferencias y descontentos. Así, con la pandemia caímos totalmente en cuenta de la precariedad del Estado y sus múltiples deficiencias de gestión. Veamos si no la pobre provisión de los servicios de salud pública, el pésimo manejo de la crisis sanitaria en relación con la economía, y los escándalos de corrupción en torno a las vacunas. Como consecuencia, nuestro país ostenta el mayor número de muertes por cien mil habitantes y ha vuelto a los niveles de pobreza de hace diez años. Pero sobre todo, la crisis de institucionalidad se agravó a niveles realmente alarmantes, lo que se reflejó en el aún mayor desprestigio de los poderes del Estado, las protestas de noviembre y el actual proceso electoral.
Si tuviésemos que describir estas elecciones en dos palabras, serían atomización y polarización. Lo primero se evidencia en las 18 candidaturas de la primera vuelta; lo segundo, en las opciones que tenemos actualmente. De esta manera, oscilamos entre no saber exactamente qué es lo que se quiere, pero con la sensación de que algo hay que cambiar para mejor. Sin embargo, hay que tener muy en cuenta que decantarnos por una u otra opción este 6 de junio no será la panacea de lo hecho durante 30 años, no subsanará los errores cometidos ni nos devolverá el tiempo perdido. Sin embargo, cabe la gran pregunta sobre si vale la pena arriesgarse y apostar todo por una opción que nos trae una receta tantas veces probada como fracasada, o ir por aquello que nos dará, sino la solución para todo, al menos tiempo y tranquilidad para ocuparnos de mejorar todo lo perfectible sin querer destruir lo construido. Nos encontramos frente a un punto de quiebre que a fin de cuentas no es más que un punto y aparte en nuestra historia como país, tan cuestionable como interesante y tan desesperanzadora como divertida. El 7 de junio no será si no el día después de mañana y si apocalíptico o no, eso ya lo veremos o quedará a gusto de cada quien. De todas formas, la historia, la vida y nuestros problemas continúan.