Cómo podría describir la más grande decepción, si parece absurdo pensar que estas ínfimas palabras puedan corregir estructuras tan viles como las que encontré en la universidad. Soy testigo, madera y prueba fiel de que el sistema educativo en el Perú ha fracasado.
No guardo rencores a la idiosincrasia general que rodea nuestras cabezas, porque soy parte de ella y converjo triste a la desgracia de nuestra generación.
La coyuntura ha revelado incesantes limitaciones que instauran una burocracia brutal en aras a digitalizarse. Gracias a los monumentos políticos que no hacen más que servir de careta o justificante para remedio de las pasiones inferiores. Estos fantasmas que nuevamente caen como esporádicas religiosas, cuyas sensaciones no tienen permanencia. Los ídolos del pensamiento han muerto y los criminales han sido subrayados como mártires o polémicos profetas.
A través de esta columna no pretendo desprestigiar ninguna alma máter, sino más bien precisar a estas instituciones su deber, su finalidad material; porque, así como el hombre, las edificaciones son de barro: perecen por la mano del orden y el golpe del niño.
Desde que ingresé a las aulas universitarias pude encontrar a numerosos personajes que funcionaban como operadores políticos, deseosos de formar organizaciones de “fiel carácter estudiantil”. Recuerdo que uno de ellos soltaba ilusamente que eventualmente los miembros de este grupo académico formarían un estudio de abogados.
Me llena de amargura saber lo ridículamente fácil que es engañar a los ingresantes. Arrastrarlos a la conmutación de los favores, a las reuniones sin alcoholímetro, o a los “consígueme trabajo”. Un tejido despreciable de ficciones que en ningún momento involucran la verdadera pasión o la amistad, mas sí el puñalismo de la lealtad, de las jaurías sin dueño.
Con el tiempo supe que estas actuaciones teatrales se solventaban con guía protocolar de doctores o maestros de gran reconocimiento. Nuestros padres nos envían a las universidades muy jóvenes y no podemos combatir con tanta inmadurez estos certificados que pretenden darle valor a nuestras palabras. No tiene sentido tener más inútiles funcionales. El Perú no necesita títulos, no necesita abogados del conflicto ni administradores de la domesticación. Necesitamos seres humanos pensantes, con alma y verbo, para redirigir el olvido fuera del llanto latinoamericano.
La universidad no es universidad cuando se asemeja a una maquinaria que expide etiquetas. Cuando solo existe para brindarnos un mínimo valor dentro del mercado. Cuando nos tira sin remordimiento a la administración pública para ser los nuevos incompetentes, los nuevos pútridos de la intrascendencia moral. No es universidad cuando no permite ver el universo, cuando es un bastión del polvo y las promesas falsas.
El movimiento estudiantil, el reconocimiento de la propia consciencia, y la consecuente degradación de la hipocresía, son quizá el trayecto que podrá doblegar esas gargantas inválidas. No veo otro camino, es imposible precisar diplomacia con insoslayables. Es probable que la denegatoria del licenciamiento institucional hubiera traído consigo el fin de las disputas infantiles y la eliminación de los tradicionales saludos a la bandera. No me arrepiento de lo siguiente, porque sonrientes jamás aprenderemos de las caricias injustas.
Las circunstancias que nos rodean por la pandemia son implacables. La economía ha forzado a miles de estudiantes a desertar de sus universidades para apoyar en el sustento de sus hogares. A pesar del desarrollo legislativo de medidas dinámicas para resolver estos conflictos, algunas instituciones hicieron caso omiso a las recomendaciones.
El problema de las universidades públicas es la incapacidad al momento de gestionar el presupuesto. Millones de soles son devueltos anualmente porque no se invierten. La autonomía institucional que aborda cada casa de estudios nos permite ver gravísimos contrastes. Por un lado, se exoneran los pagos de matrícula, por otro, se exigen a pesar de la abrumadora situación económica. También se pueden ver los retrasos indefinidos de las clases, la falta de capacitación docente, la ausencia de plataformas virtuales eficientes, y la barrera tecnológica que cierra las puertas a los estudiantes de bajos recursos.
Seguimos teniendo universidades de papel que circulan en el diluvio de los pusilánimes golpes en el pecho. Y me duele saber que todo el mundo lo sabe, pero que a nadie le importa. Supongo que el deber y el dolor de un periodista, es recordarle a la sociedad lo que todo el mundo sabe, y vivir dentro de esa misma ilusión, sabiendo que nada cambiará.
No obstante, ese espejismo es irreal porque somos de carne y hueso. Me di cuenta hace meses y decidí actuar, decidí informar con la verdad – al menos – a las personas de mi escuela. Investigué varias semanas, y eventualmente postulé a la delegatura de base, con propuestas frontales al silencio institucional, y a la incompetencia de los órganos de cogobierno. En consecuencia, fui censurado e inmediatamente difamado. Es increíble conocer la magnitud del mecanismo obscuro que envuelve a las universidades estatales, puedo dar fe de los alevosos hilos que se conectan.
La educación, la libertad de expresión y la soberanía del pensamiento se encuentran en perpetua intemperie. Y somos culpables de esta desgracia al permitir el permanente vilipendio de hombres sin corazón. Ese silencio cobarde que nos caracteriza, ese silencio que en boca de amistades nos enmudece porque “no vale la pena”, porque “pierdes el tiempo”, porque “habrá represalias”, porque “ya perdiste”.
Estas lágrimas de papel tienen sentido, tienen razón de ser. No hay salario ni práctica profesional que pueda negar la existencia de varones y mujeres que preferirían mil veces ser un mendigo, a un hipócrita con terno.