Desde que salió a la luz el Decreto Supremo (DS) que indicaba la exigencia del carné de vacunación para entrar a lugares cerrados, las opiniones se dividieron entre aquellos que apoyan la medida y los que la rechazan. Mientras los primeros argumentan que la salud pública debe primar siempre por sobre la libertad individual, los segundos sustentan que la libertad del ser humano es lo más preciado que tiene y nadie debería limitarlo.
Si bien mi posición es en contra de la exigencia de un carné de vacunación, no es por las razones que la mayoría sustenta. Considero que quienes defienden la libertad individual a toda costa caen en un error: inclusive esta libertad puede limitarse y de manera legítima.
Esto es lógico, pues el derecho a la libertad —como la mayoría de los derechos— no es absoluto. Ahora bien, dicha limitación tiene que cumplir con tres requisitos que el Tribunal Constitucional ha reiterado en diversas oportunidades, como en la resolución N.º 0050-2004-AI/TC. En su fundamento 109 se habla del “test de proporcionalidad” (TP), un parámetro para determinar y evaluar la actuación de los poderes públicos, sobre todo cuando afectan derechos fundamentales, situación que efectivamente ocurre ahora. Ergo, el debate no debe estar enfocado en si se puede o no limitar la libertad; sino en si dicha limitación cumple con las exigencias del TP.
El primer principio del TP es el de idoneidad o adecuación, el cual indica que toda injerencia en los derechos fundamentales debe fomentar un fin constitucionalmente legítimo. Bajo este principio no existiría mayor contrariedad, toda vez que la Constitución indica que el Estado debe promover el bienestar general, el cual sería, en este caso, la salud pública.
El segundo principio es el de necesidad, el cual exige que no haya ningún otro medio alternativo para alcanzar el objetivo y que, además, resulte más benigno con el derecho afectado, el cual sería la libertad de tránsito. Para ello es clave averiguar qué se busca con este DS. De acuerdo con declaraciones del ministro de Salud, lo principal es evitar que se propague el virus; pero, si esa es la razón, entonces la medida deja mucho que desear.
Es cierto que las vacunas protegen, ayudan a que los síntomas no sean tan graves en caso de contraer el virus, contribuyen a alcanzar la inmunidad de rebaño, pero no evitan su propagación. Si esto fuera así, el DS no exigiría en el artículo 14 inciso 6 «usar mascarilla de manera permanente». Lo cierto es que tanto vacunado como no vacunado pueden contagiar a otro, aunque la diferencia radica en que el primero tendrá mayor protección. Por lo tanto, desde mi óptica no se cumple el principio de necesidad, pues la medida no evita el contagio, por lo que amerita una medida menos lesiva a la limitación de derechos.
El último principio es el de proporcionalidad en sentido estricto, el cual indica que el grado de realización del objetivo (disminuir contagios) debe ser equivalente o proporcional al grado de afectación del derecho fundamental. En concordancia con lo expuesto anteriormente, el objetivo del DS no se logra con la medida dictaminada, por lo tanto, la limitación de derechos deviene en ilegítima.
En conclusión, considero que si bien existen buenas intenciones detrás del Decreto Supremo, la manera en la que se ejecuta es incorrecta. En lugar de acudir a una «obligación indirecta», lo correcto sería generar incentivos para que las personas se vacunen. Muestra de ello es la empresa American Airlines que ofreció un día libre y cincuenta dólares a los empleados que se vacunen. Finalmente, ambas posiciones tienen legítimas preocupaciones, por lo que quizá lo correcto (y más práctico) sea hallar un punto medio: exigir el carné de vacunación, siempre y cuando ello no atente contra los derechos más fundamentales, tales como el derecho al trabajo, a la salud o a la educación.