La agitada generación que en noviembre se pronunciaba en contra del gobierno de Manuel Merino por «golpista» y «dictatorial», hoy no tiembla cuando se trata de evitar que un manifiesto antidemócrata ocupe el sillón presidencial.
Los que no marcharon por Vizcarra, pero luego lo convirtieron en el candidato congresal más votado, organizan una manifestación incentivando a la ciudadanía a alcanzar la nulidad electoral: «No me representan #NiKeiko #NiCastillo», titulan tamaña hazaña.
Los jóvenes bicenteranios que se arrogan ser la voz del pueblo, en su baño emocional, no se detienen a reflexionar si merece la pena correr el riesgo de sumergir al país en la miseria comunista, a manos de confesos admiradores de Hugo Chávez y demás dictadores variopintos.
Cual poética ironía, en noviembre se paralelaba la famosa pintura de Eugène Delacroix «La Liberté guidant le peuple» (La libertad guiando al pueblo) con la fotografía que Sebastian Castañeda hizo de esta enardecida multitud protestante.
Me pregunto, ¿por qué no es la libertad la que esta vez guía al joven pueblo? ¿Por qué no arañarse con la misma imponente vehemencia en defensa de aquello que costó siglos en conseguir? ¿Por qué situar en un mismo pedestal al receloso antifujimorismo junto con la posibilidad de perder nuestra mínima esfera de voluntad?
Sin ánimos de que estas líneas supongan una epístola limpiadora de polvo y paja para Keiko Fujimori, queda claro que, a la postre, habremos de elegir con la razón por encima del odio. Entre un programa que promete, sin menor disimulo, arrebatar las libertades individuales, y otro que ofrece mantenerlas, solo queda irnos por el camino seguro.
La irresponsabilidad que se cuece tras este evento es incompatible con quienes se adjudicaron el título de defensores de la democracia. No queremos acabar igual que el ingenuo pueblo revolucionario francés elevando a un Napoleón, esta vez traducido en un insider silencioso.