Un artículo de opinión publicado por Owen Matthews en la revista británica The Spectator llamó mi atención este fin de semana. Titulado Putin plans to make the West destroy itself (Putin planea que Occidente se destruya así mismo), es el subtítulo de esta particular columna de opinión, en la cual se resume lo que el autor busca advertir: el verdadero objetivo de Rusia es el caos y la división en las democracias liberales europeas, pero, sobre todo, en la estadounidense.
No es la primera vez que el hombre fuerte del Kremlin es blanco de las críticas de analistas políticos e internacionalistas, muchos de ellos aterrados por la personalidad de este hombre que ha pavimentado recientemente el camino para gobernar la Federación Rusa hasta 2036. Putin, un hombre con un físico menudo, ha sido agigantado con apodos como el «nuevo zar», en referencia al viejo título de la cabeza de la monarquía rusa, salvajemente sacrificada en nombre de la Revolución Soviética en 1917.
Para Matthews, si bien Rusia estaría tambaleándose por la caída del precio del petróleo y por los altos índices de contagio por el Covid-19, se esfuerza por impulsar la idea de que es occidente -entendido como el área de influencia de los países del Atlántico Norte- el que en verdad está en problemas, atormentado por violentas guerras culturales (Black Lives Matters – BLM), pero sobre todo sufriendo una profunda pérdida de fe en sus propios valores, la democracia liberal, por ejemplo.
«La nueva línea del Kremlin es: nos puede ir mal, pero a ellos les va peor. Y dónde apunta la propaganda de Putin, sus ‘troles’ y ‘hackers’ le siguen», señala el autor de la columna en The Spectator. Matthews alerta sobre el trabajo de la empresa Internet Research Institute, una granja de troles fundada por un aliado de Putin en San Petersburgo, la cual estaría trabajando en miles de cuentas de Twitter, Facebook, Instagram y YouTube con el fin de propagar discursos pro-BLM y pro-confederación (secesionistas) en Estados Unidos, así como a favor de la independencia de Escocia del Reino Unido en medio de la crisis surgida del Brexit.
Es interesante como el autor ha escarbado hasta los años 20 y 30 del siglo pasado para demostrar la imparable maquinaria propagandística rusa, que, bajo la dirección de los soviéticos, apoyó como parte de su política exterior al agitador alemán Willi Münzeberg, encargado de montar organizaciones fachadas de activismo por los derechos de los trabajadores, seduciendo sobre todo a los estudiantes y académicos de centro-izquierda, los liberals como son denominados en el mundo anglosajón.
Las cosas estarían resultando más fáciles en este siglo para los encargados de esparcir estos discursos, que antiguamente debían ser reproducidos en mítines, diarios y panfletos. «Hoy, los propagandistas rusos no necesitan reclutar tontos útiles para llevar más lejos su causa. Solo necesitan hablarles a millones a través de las redes sociales», dice el autor. Personalmente, me resulta bastante interesante el análisis de este periodista británico, para mí, nuevo; pues como millennial he sido bombardeado desde la universidad (2009) con videos donde Putin es celebrado como un gobernante benévolo con su pueblo y severo con sus enemigos. Creo, por los comentarios que se pueden encontrar en YouTube o Facebook, que el mensaje ha calado bastante bien en un sector del público hispanoamericano, casi siempre huérfano de gobernantes y constantemente en búsqueda de un nuevo caudillo que se muestre en contra del orden mundial vigente.
Putin, quien en una entrevista a Financial Times en 2019 sentenció al liberalismo llamándole obsoleto, entiende bien el tablero global donde pone sus fichas. Con los Estados Unidos enfrascado en una guerra de tribus ideológicas, donde los republicanos han olvidado la moderación y los demócratas se han vuelto los abanderados de una insoportable corrección política, Rusia no perderá la oportunidad de recuperar el estatus de igualdad como superpotencia que perdió tras la Guerra Fría.
En un escenario dónde China escala rápidamente en América Latina y África, Putin, a quién se le confunde infantilmente de izquierdista por apoyar regímenes autoritarios como el bolivariano, aprovecha el caos global que vendrá en el corto y mediano plazo (el nuevo coronavirus lo ha acelerado) para revivir no a la Rusia comunista; sino al imperio ruso, ese que sobrevivió con otro nombre tras el golpe bolchevique y continuó sus políticas expansionistas con la fuerza salvaje de la hoz y el martillo. Un imperio rojo que impuso un telón de acero en Europa oriental, que barajeó la posibilidad de una guerra nuclear y que financió guerrillas y dictadores en medio orbe. Muerto el comunismo soviético, el imperio debilitado retomó su antigua águila bicéfala para una vez más reclamar su lugar en la mesa de repartos del planeta. Y en esa mesa, por lo menos hasta 2036, estará sentado Vladimir Putin.