Pregunta Rocío, «¿por qué tuvo que morir Jesús en la Cruz?, ¿por qué escogió Dios esa forma tan tremenda para salvarnos?, ¿cómo explicarlo a alguien que no tiene fe?» De fondo late el reclamo por el sinsentido del sufrimiento, que choca abruptamente con nuestra racionalidad, incapaz de integrarlo en un todo con significado. La razón precisa abrirse a la fe, para comprender esta realidad que, de otra parte, es cotidiana. Plantear la vida sin sufrimiento es plantear una abstracción, una irrealidad.
La pregunta de Rocío da en la diana del misterio de Dios y su designio salvífico. El mismo Santo Tomás de Aquino explica que no era la única forma en que Dios podía salvarnos. «Dios podía haber liberado de los pecados infundiendo directamente su gracia en los hombres…, pues la justicia divina no tiene necesidad exigir una reparación del pecado para poder perdonar; en ese caso el perdón no sería injusto (…), sino solamente misericordioso» (Cf. S.Th.III,46,2ad3). ¡Ese es el tema! ¡Dios podría habernos salvado sin necesidad de sufrir tan atroces tormentos! ¿Por qué no eligió el camino más fácil?
Esta pregunta, en rigor, nadie podría responderla, solo Dios mismo, pero la reflexión teológica siente el desafío de avanzar alguna explicación plausible o, por lo menos, algún motivo de conveniencia. Finalmente, si Dios elige ese camino, será por algo. Es un misterio, pero la razón y las herramientas que nos ofrece la fe, pueden aportarnos algunas pistas para encuadrarlo en un conjunto de sentido que arroje luz a uno de los misterios más inquietantes de la vida humana: el dolor.
Dos claves pueden ser útiles para aventurarnos a pensar tan enrevesado problema. La primera es que, si Dios no hubiera asumido en su misma Persona la realidad del sufrimiento, quedaría en pie el principal reclamo que le hacen al Creador los hombres: «¿cómo es posible que un Dios bueno haya creado un mundo en el que hay tanto dolor, tanto sufrimiento, particularmente escandaloso cuando se trata del sufrimiento de los inocentes?» En efecto, el principal argumento en contra de la existencia de Dios es la presencia del mal en el mundo. ¿Y cómo responde Dios al desafío? No elimina el mal y el dolor, como por arte de magia, sino que sencillamente los asume. Ya no vale descalificar a Dios por la presencia del dolor, o por el sufrimiento del inocente, pues Él ha sido el único hombre sin pecado, totalmente inocente, y ha padecido en Carne propia todo el sufrimiento físico y moral de la humanidad. Pero no como la divinización del masoquismo, sino haciendo una ecuación maravillosa: ha convertido el sufrimiento propio en la forma más tremenda, auténtica y profunda de manifestar el amor.
Y esa es precisamente la segunda clave. El sufrimiento de Cristo en la Cruz es una paradoja, pues ha convertido lo más terrible en lo más hermoso. No se ha limitado a redimirnos, a perdonarnos, a salvarnos, sino que nos ha manifestado a través de este medio tremendo, la hondura de su amor por nosotros. En la Cruz se nos revela la magnitud del amor de Dios por el hombre, que carece de lógica y de medida, lo cual nos da un piso firme para plantear nuestra existencia: la certeza de sabernos amados incondicionalmente por Dios. ¿En qué lógica cabe que para rescatar al esclavo –a la criatura- hayas de entregar al Hijo? La medida del amor de Dios por nosotros se nos revela en la Cruz como un amor sin medida, y en ello encontramos la prenda más cierta de nuestra esperanza.
Nos muestra así Jesús la vía del auténtico amor, que se avala por el sacrificio. Hay que amar «hasta que te duela», como las buenas madres. Ese es el amor más puro, más auténtico; muy por encima de las caricias acarameladas de los tortolitos adolescentes está el amor sacrificado de las madres. Y por encima de todos, el Amor Encarnado de Jesús en la Cruz. Jesús en la Cruz nos enseña la clave de la vida, de la felicidad en esta vida: amar sin medida. Y nos lo enseña asumiendo el realismo y la limitación de esta vida, surcada inevitablemente con el signo del dolor. Por eso puede exclamar San Josemaría: «Esta ha sido la gran revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma…; y, con ella, conquistamos la eternidad” (Surco, 887).