Hace unas semanas comenté en este mismo espacio que en Perú existía -existe- cualquier cosa menos un Estado de Derecho. Es decir, el poder se ejerce como se le antoje a quien lo ostente. Y en nuestro caso, tenemos a muchos monarcas sueltos en plaza. Por Perú no pasó la Revolución Francesa, y la Americana, mucho menos.
Para nuestra (mala, muy mala) suerte, nuestro Perú es el país de los ejemplos. Es un lugar donde todo es posible, y donde hasta la más descabellada idea puede ser más una anécdota que una broma de mal gusto.
Así, el domingo volvimos al tan estratégico revanchismo político entre Ejecutivo y el Legislativo. Y es que este data del pasado viernes 3, último día de la legislatura, y de nuestra tan ansiada -y hasta el momento, únicamente costosa- reforma política. La manzana de la discordia, podrán sagazmente adivinar, fue la eliminación de la inmunidad parlamentaria y el impedimento para que los sentenciados en primera instancia por delitos dolosos con penas mayores a 4 años puedan postular a las elecciones en 2021. No hace falta ser muy entendido en política peruana para imaginarse cómo acabó.
Ninguno de los proyectos se aprobó y, sin mayor reparo, la oportunidad perfecta quedó en bandeja de plata. «Hora de pechar al Congreso», habrá pensado Vizcarra. En efecto: oportunidad única. Bueno, palabras más, palabras menos, decidió -por enésima vez- dar un mensaje a la nación. Básicamente para hacer lo mismo de siempre: «El Congreso es el malo. Yo soy el bueno. Hagamos referéndum y eliminemos la inmunidad parlamentaria».
Veloces como nunca, avezados como siempre, el Congreso se puso un paso adelante del Ejecutivo y, con el barrio que lo caracteriza, ganó la pelea con política. En sencillo: nadie tiene inmunidad. Así de fácil. Pero veamos las cosas con más claridad. Parcial o completa, su eliminación -al igual que su uso errado- debe preocuparnos, pues es el seguro para que nuestros representantes no sean perseguidos políticamente como lo son en Venezuela, o como lo serían en China o Corea del Norte, si es que alguien tuviera libertad de expresión ahí.
Con eso en mente, pensemos lo siguiente. Es de público conocimiento que tenemos una fiscalía sumamente politizada -solo miremos a personajes como José Domingo Pérez o Pedro Chávarry- y un Poder Judicial tan politizado como infestado de corrupción -miremos al carcelero Concepción Carhuancho, o al próximamente extraditado César Hinostroza. No es casualidad pues, que, según indicadores como el de la Fundación Heritage, nos encontremos en el puesto 111 de 128 en cuanto a corrupción. Claro, estamos mejor que Somalia y Venezuela. (¡Vaya alivio!) En cuanto a corrupción en el sistema de justicia, las cosas no son muy distintas. Nuevamente, encima de Somalia, pero abajo de Argentina y China. Indicadores como el de Transparencia Internacional no dan mayores esperanzas, posicionándonos en el puesto 101 de 180 en percepción de corrupción.
Si ni los propios peruanos creemos en el Estado, menos aún en el Poder Judicial, ¿por qué esperamos que se hagan los «buenitos» y solucionen el problema que los caracteriza? Un Congreso «salvador» de un año era una pésima idea, y tan pésima fue que se llevó a cabo. Había -hay- pésimos incentivos para el trabajo parlamentario, pero más importante era subir en las encuestas. Si no podrían reelegirse, ¿qué les hizo pensar que algún incentivo tendrían para hacer algo medianamente sesudo?
La pelota ahora está en la cancha de los peruanos y de nuestro epiléptico Tribunal Constitucional. Y epiléptico, por no decir algo más fuerte; pero tampoco menos cierto. Recordemos que es un Tribunal que se inventó algo, que aún no sabemos de dónde salió, para justificar a un golpe porque las formalidades no importan tanto; pero que sí saltó cuando se obviaron todas las formalidades para aprobar una reforma constitucional. El doble estándar, o no lo ven, o no lo quieren ver. De cualquier forma, tapar el sol con un dedo no es buena estrategia para no broncearse.
La frase «otorongo no come otorongo», y la historia, nos han enseñado algo muy importante, aunque hoy muchos pretenden hacerse de la vista gorda: sabemos lo que sucede, y un burócrata siempre va a proteger a otro burócrata. Las cosas están mal enfocadas. No podemos pretender que el Estado se arregle a sí mismo, menos aún con los incentivos que tiene. Esperar que eso suceda es pretender inmunizarse al veneno inyectándose amoniaco. No es una buena idea.