Tras expectorar a Merino “el breve” y presenciar la demoledora derrota de Rocío Silva Santisteban en una feroz contienda contra ella misma, Francisco Sagasti fue elegido presidente. Una de las metas de las protestas nacionales había sido alcanzada y, en consecuencia, una relativa paz retornó a nuestros hogares. Acompañado de un mensaje conciliador y humano, el presidente se hizo acreedor de una amplia aceptación por parte del pueblo peruano: el reconocimiento de los jóvenes y demás ciudadanos, no solo como votantes, sino como agentes políticos de cambio fue determinante en ello.
Sin embargo, no pasó mucho tiempo para que un sector de la población, particularmente la izquierda «veronikana» y «antaurista», pidiera el cambio de nuestra constitución. No solo buscaban instrumentalizar las protestas -que tenían por objeto algo completamente distinto-, sino que construyeron un sórdido discurso lleno de imprecisiones, mentiras y algunas verdades a medias. Desde hablar de una constitución golpista e impuesta, hasta una que no reconoce o garantiza la salud ni la educación, el discurso a favor del cambio de constitución es tan transparente como el petróleo.
Si bien tuvo como precedente el golpe del 05 de abril, la Constitución de 1993 fue democráticamente diseñada. No solo contó con elecciones para el constituyente de 1992, sino que la propia constitución pasó por referéndum en octubre de 1993. La siempre enérgica Verónika Mendoza, a quien debe reconocérsele su tan activa imaginación, calificó a nuestra Carta como “impuesta”, cuando la izquierda tuvo al menos 7 representantes en la Constituyente (4 del MDI, 3 del FRENATRACA). No tuvieron más, parece ser, porque la población no les dio más votos y porque muchos de los partidos de izquierda se rehusaron a participar de las elecciones. ¿Si hubieran tenido mayor representación, seguirían hablando de “imposición”? Lo dudo, pero continuemos.
Los afanosos pretendientes de una nueva constitución también alegan que el Estado debe reconocer y garantizar los derechos a la salud y educación. Esto, obviando que las mencionadas facultades ya se encuentran en la Carta del 93; el problema con su cumplimiento o suficiencia no es un tema de cómo la constitución está diseñada, ni qué dice, sino de cómo se ejecuta el presupuesto. Sabemos que hoy el Estado proporciona alrededor del 75% de la educación básica, y cerca del 95% del servicio de salud: los resultados desastrosos no se dan porque la constitución diga o no que se garantizan los derechos, sino porque el dinero se administra terriblemente.
El problema de los peruanos no pasa por renovar la Constitución, sino por renovar a sus políticos y a su “omnicléptico” Estado. El mito de que cambiar la Carta será la panacea es un cuento de niños. Los peruanos tenemos derecho a un mejor Estado. Lo necesitamos. Irnos a una Constituyente no serviría de nada si seguimos con un presupuesto entre mal gastado y bien robado. Necesitamos un mejor Estado, y mejores políticos. ¿La Constitución es perfecta? Ni a balas. ¿Por eso hay que eliminarla? Tampoco.
Construyamos sobre lo que tenemos y trabajemos juntos para mejorar nuestro país. Ese es nuestro deber.