«Mafalda en su habitación grita con voz potente: ‘¡Mamá!’” Al cabo de unos segundos escucha un sonoro y preocupado: «¿Qué?» La niña responde: «¡Nada! Sólo quería cerciorarme de que aún hay una ‘buena’ palabra que continúa en vigencia». Es cierto, mamá es una buena palabra que no admite interpretaciones equivocas. Para un niño, la palabra ‘mamá’ tiene la categoría de ser. Es y como tal la percibe, la vive y se relaciona. Para un hijo, la madre no accidental ni accesorio. Es tan fundamental que sin ella no tendría vida ni podría hacerse persona. Tan contundente es la realidad de una madre que no tiene que representar su papel, tampoco tiene que hacer de sino simplemente ser mamá. Por eso la naturaleza no le pide un esfuerzo especial para mostrarse al hijo como madre: ya desde el momento de la concepción ella se dispone, se acomoda, se prepara para simplemente ser mamá.
Para el niño, la madre desempeña un solo papel, aún a pesar de que pueda estar en actividades múltiples y distintas. La crisis de identidad que pudiera resultar afecta a la madre, no al niño. Para éste, su mamá hace de trabajadora, de abogada o de presidenta de una compañía…, roles que enuncia con una simplicidad que pasma, pero que en nada influyen al momento de solicitar su atención maternal. Tan cierta es la imagen que de ella tiene que no espera acciones ni actuaciones extraordinarias. Pretende aquellas que por pequeñas, son propias de su condición. Es la mamá, que en su afán por volcarse a su hijo, quizá movida por su complejidad de adulto, lesiona la simpleza y la unidad con que es percibida. ¡Cuántos problemas se eliminarían si sólo atendiera a la categoría de su presencia! El saber estar es el bálsamo que calma los pequeños tormentos del niño, quien, no teniendo más que solicitar, se apura en sus juegos y devaneos infantiles.
El tiempo para el adulto es secuencial y efímero. El niño no lo mide. Lo valora y disfruta con tal intensidad que pareciera que es capaz de apoderarse de los intervalos que puedan existir entre segundo y segundo. El niño llena el presente. La madre le previene del futuro aunque el mañana para aquél suene lejano. Cuando la madre se abre al presente del niño es posible la intersección temporal y eso ocurre cuando lo tiene entre sus brazos. Es éste el momento en que ambos superan incluso la intensidad y el movimiento del tiempo.
La madre le da un beso en la mejilla. Para el niño es el árbol que lo cobija, que lo protege, que le extiende el manto de su sombra… allá hasta donde el muñeco cobre vida bajo el sortilegio del juego. Para el crío el beso no solo es un gesto. Es la corona que lo convierte en príncipe, colocándolo radicalmente al centro de las preocupaciones ‘reales’.
Para el niño su madre es indivisa. ¡A qué grado llega su intuición que sabe que lo simple es más perfecto que lo que tiene partes! Su intuición solo se parangona con la de los filósofos: el niño capta perfectamente la esencia de lo que le rodea. Por eso su madre es única y a ella se dirige sin cortapisas ni formas que mediaticen su relación radicalmente personal.
El niño aprende de lo que ve. Siente lo que le afecta. Por eso no conceptualiza lo que no entiende. En vano pretende el adulto que el niño sea capaz de recorrer comprensivamente por las telarañas que ha urdido entre su pensar y su obrar. Para aquel no existe solución de continuidad entre el pensar y el obrar. Son caras de una misma moneda. Cuando se intenta llevar al niño por laberintos complejos con ánimo de que comprenda la conducta del adulto, se viola en él lo más propio y delicado de su intimidad: su sencillez y su inocencia, que lo vinculan sensiblemente con la realidad.
Es cierto mamá -confiesa el niño- que te demando cuando cansada estás. Te interrumpo porque mi hermano me fastidia. Regaño con fuertes gritos cuando aburrido, el sueño me vence. Te hago enojar cuando doy vueltas y vueltas antes de obedecer en algo que me pides… Pero, mamá, si no hago bulla o estoy en un silencio prolongado tú inmediatamente me preguntas qué es lo que me pasa. No entiendo. Más aún, cuando regreso de la escuela y te muestro un trabajo en el que he puesto ilusión y esfuerzo lo miras, me sonríes y me das una palmadita. Pero no te veo vibrar preguntándome “¿qué es?, ¿Cómo lo has hecho?”. Empero, otras veces, cuando actúo tú desde un día antes, preparas tu batería para el recuerdo: máquina de fotos, filmadora e intrépidamente pugnas por los primeros puestos para captar mi ‘talento artístico’. Sabes, más feliz me siento cuando orgulloso de mis hazañas escolares me escuchas y me animas. La niñez es un período corto y pasa tan rápido que si no me ayudas a aprovecharla sintiéndome querido y seguro, luego tú, anciana, y yo, con hijos, forzaremos la imaginación para al evocarla, componerla con el resplandor que siempre quisimos pero que no pudimos.