«La historia no se repite, pero rima», dice una frase atribuida a Mark Twain que viene siendo usada últimamente desde que nuestros tiempos se parecen —con sus propios matices— a los que estuvimos acostumbrados a repasar con distancia, sorpresa y espanto en los libros de historia.
Para entender un poco el vaivén de situaciones inverosímiles que vivimos en lo que va del 2020, hemos de tener claro que nuestra república no solo sufre los golpes de la historia como el resto del planeta, sino los recibe intensificados por la incompetencia de nuestra clase política que ha decidido una vez más declarar una guerra doméstica mediocre, dinamitando lo poco que teníamos de institucionalidad democrática —aunque sea cosmética—, abriendo irresponsablemente las puertas a los aventureros y tiranos con sus eslóganes de «refundación nacional».
La república bananera del Perú muestra ya indicios de caducidad, aunque la fecha todavía es incierta. Nacida de una independencia prematura, ha parido una letanía de caudillos megalómanos, bufones e ineptos en comparsa con una muchedumbre mezquina. Esta nueva crisis es una estocada más a su cuerpo maltrecho.
Y sin ánimos de tomar bando en la pugna Congreso-Ejecutivo, habría que ser un fanático cegado por la propaganda oficialista para querer exculpar a Martín Vizcarra de este melodrama de mal gusto al que nos han sometido en plena crisis sanitaria, excesivamente huachafo por tener de coprotagonista —y señuelo— a un personaje tan ridículo como ‘Richard Swing’.
¿El Perú ha llegado ya a la orilla del abismo para declararlo un estado fallido? Hay muchas razones para pensar que está camino a serlo muy pronto. Ha demostrado ser incapaz de hacer cumplir la ley frente al crimen organizado, el narcoterrorismo y la depredación de los recursos naturales. Agreguémosle su incompetencia para suministrar servicios básicos a la población y la incesante crisis política y de representación que ha socavado la legitimidad de las autoridades. En esto somos cómplices los votantes y los políticos al formar un binomio cancerígeno: escogemos corruptos e ineptos y luego exigimos su expulsión —mientras más violenta mejor— para, en una elección siguiente, llevarlos al poder y quejarnos nuevamente.
Hace unos días, el «gurú» Francis Fukuyama advertía en una entrevista a La Nación que «es un tiempo muy peligroso para las democracias», y que la pandemia estaba siendo aprovechada por algunos líderes para acumular poder, mostrando su especial preocupación por América Latina. Para el hombre del «fin de la historia», el estado de derecho está siendo acosado por el populismo de derecha y una izquierda intolerante.
Ténganlo claro, la democracia liberal está bajo amenaza por tribus identitarias que desde hace décadas vienen llenando los espacios dónde no llega el mercado y el parlamento. Sitiada por varios frentes, sus defensores deberán convencer a los peruanos que es la mejor forma de gobierno al que pueden aspirar.
Además, estos no deben caer en el error de la continuidad si quieren sobrevivir al tsunami populista: deben arrebatarle la promesa del cambio a los demagogos. No hay que olvidar que, históricamente, cuando la ciudadanía ve como se esfuman sus patrimonios y aspiraciones, así como bajo amenaza su seguridad y la de sus familias, optan por la oferta autoritaria, muchas veces militarista, para compensar su descontento. No olviden, los incendiarios asechan, conspiran y movilizan. La república bananera es el festín de los buitres.