El gran matemático Albert Einstein refiriéndose con admiración al Mahatma Ghandi dijo: «En nuestro tiempo (…) él era el único verdadero hombre de Estado que en la esfera política defendía las relaciones humanas». [1] Tanto la educación como las relaciones humanas son baluartes necesarios para el desarrollo integral y para la cimentación pacífica, participativa y ética de toda sociedad. En este sentido, el papel que juega la familia, en ambos campos, es preponderante y de primer orden; silencioso pero constante; con yerros pero con buenas intenciones; con pocos recursos quizá pero generosamente distribuidos. Tal es la familia, tal es la persona y la sociedad.
La organización familiar se estructura sobre la base de roles y funciones que se van intercambiando con arreglo a las necesidades o situaciones que se presentan o irrumpen en su seno, de manera que, los derechos más radicales: nacer, crecer y morir como personas, de sus miembros se respeten y se ejerciten. Cuando por necesidades económicas, ambos cónyuges tienen que trabajar, los hijos no quedan ni desprotegidos ni descuidados. La acogida y/o la atención se desplaza o encarga a una tercera persona en quien se confía plenamente.
«La comunidad y el Estado protegen especialmente al niño, al adolescente, a la madre y al anciano en situación de abandono. También protegen a la familia y promueven el matrimonio. Reconocen a estos últimos como institutos naturales y fundamentales de la sociedad». [2] De este artículo se deduce que el Estado debería suplir proveyendo espacios donde los niños permanezcan al cuidado de especialistas mientras los progenitores atienden sus responsabilidades laborales.
Sin embargo, la familia nuclear ni reclama y menos aún espera una respuesta: ella misma busca una solución dentro de su entorno o grupo más cercanos. La presencia de los abuelos no sólo subviene en el control y cuidado material de los niños; ellos, además, desempeñan un papel central al traer al presente la historia familiar que se entronca, se enraíza en la historia nacional. Memoria (recuerdos) e identidad (origen) son aspectos esenciales para la conformación de una nación cohesionada pero respetuosa de las costumbres y tradiciones locales y regionales.
La globalización y la febril actividad acumuladora de dinero y poder no influyen positivamente en el reconocimiento, aceptación y fortalecimiento de la identidad nacional. Así como un árbol es más flexible y adaptable —sin perder su condición de tal— a las inclemencias del clima en la medida que tenga raíces fuertes y profundas, un país mantendrá su propia esencia e identidad en la misma proporción que sus familias —raíces de una nación— sean sólidas y fuertes.
La equidad es un valor mentado en los foros nacionales e internacionales. En efecto, se espera que los ciudadanos tengan las mismas oportunidades, las mismas recompensas o que se les devuelva proporcionalmente a lo invertido en esfuerzo. La sola equidad no basta. ¡Es posible ver a una persona almorzando en un comedor popular pero con una cara que refleja tristeza o preocupación!
Cuando los padres se hacen adultos mayores, requieren de más atención y cuidados que sus hijos deberían prodigarles, no por un asunto de equidad sino por agradecimiento y cariño. Por tanto, ¿no es más humano y justo que los adultos mayores sean atendidos en sus propios hogares y por su gente? ¿El mismo trato humano y cordial no lo reclaman y exigen también las personas enfermas o con habilidades distintas? ¿No sería más eficaz, económico y hasta rentable, que el Estado subsidiara directamente a las familias que tienen a aquellas personas en sus casas? Se podría objetar aduciendo que es una proposición ilusa… sería ilusa si las cosas se mantienen como están, afectando más que promoviendo a las familias. Como posibilidad es asequible pero se concretará si se cambia, se modifica, se invierte, se planifican, etc. De igual modo puede suceder con el subsidio a las familias. El desembolso o asignación de los recursos es secundario a la finalidad u objetivo concebido. La concepción de un fin adecua los medios.
El valor que tiene la familia por ser lo que es nos es una concesión graciosa de los Estados. A estos les incumbe, no intervenir hacia adentro de la familia, sino promulgar leyes que generen alternativas y faciliten medios para que la familia se despliegue conforme a su identidad y entidad. Desde esta perspectiva se exige que los servicios públicos sean de calidad tanto en su ejecución como en la cordialidad y en la puntualidad en que son ofrecidos. Familias con pocos recursos económicos los demandan, porque sus posibilidades de elegir servicios alternativos son pocas. Un mal servicio no es sólo una afrenta a su dignidad como personas, sino que también se les enrostra su condición de no poder elegir. Por eso, un modo de que la familia se ocupe y decida sobre la base de sus necesidades, capacidades y valores en aquello que le compete directamente es que el Estado practique el principio de subsidiariedad permitiendo que disponga de liquidez económica para atender la satisfacción de los derechos de salud, educación y vivienda de sus miembros. ¿Cómo? Simplemente permitiendo que esos gastos puedan deducirse del pago del impuesto de la renta anual.
[1] Santiago Álvarez de Mon Pan, “El mito del líder”, Prentice Hall, Madrid, 2001, pág. 90
[2] Capítulo II, Artículo 4. de la Carta Magna del Perú