Le bastó a Hernando de Soto aparecer en un video de apenas un minuto para no solo deslizar una probable candidatura presidencial para el 2021, también provocar la ira de los progresistas peruanos y sus aliados, ansiosos por llenarlo de etiquetas grotescas, desprestigiarlo en redes sociales -la generación Z no sabe quién es este nuevo «aprofujimorista»- y meterlo al saco de los mafiosos, los cavernarios, y, por supuesto, de los fascistas.
De Soto es el economista peruano más celebrado en el mundo, por más que en su patria varios le hayan puesto la cruz. Nadie es profeta en su propia tierra. Quienes lo detestan se pasean tanto en la izquierda como en la derecha, y hay quienes lo acusan de ser un mejor relacionista público que economista, que su obra está sobrevalorada. Otros, por supuesto, le achacan su cercanía al fujimorismo. No falta tampoco el espécimen que lo detesta por ser «blanco», «privilegiado» y por regodearse con la élite mundial.
Desde hace un tiempo ha cobrado vida una nueva secta de liberales en sintonía con la posmodernidad histérica que gusta coquetear con los progresistas con tal de encajar en «el lado correcto de la historia». No se sabe exactamente cuál es el objetivo de ello. ¿Vale la pena rendirse a los delirios de superioridad moral e intelectual de este grupúsculo de desquiciados propensos a la censura del disidente y a la reingeniería social desde la escuela pública? Para ser seguidores de una filosofía que defiende la libertad individual, andan últimamente muy colectivistas.
El congresista del Partido Morado, Alberto de Belaunde -activista LGTB que se define como liberal y, valga la redundancia, perteneció a la Bancada Liberal del congreso disuelto- es un claro ejemplo. A través de Twitter, fue bastante sutil en su desagrado a la opinión de De Soto sobre el «matrimonio» homosexual: retuiteó un video donde el economista se pronunciaba contrario y lo acompañó con un emoticón de dinosaurio. Para la visión «liberal» de este parlamentario, si no estás a favor de estas uniones, eres un animal del cretácico, extinto.
Resulta insoportable como los progresistas y algunos liberales se esfuerzan por imponer a través de los medios y las aulas una «derecha» a su medida, una que ceda a los chantajes y caprichos de la ideología más sectaria y enajenada del siglo XXI. Quieren una derecha que les sea cómplice, una derecha para los «progres».
Quieren una derecha esencialmente economicista -que no ponga en riesgo el sistema que les llena los bolsillos- que les deje mantener su hegemonía en la educación, la cultura y la política: la captura de las universidades, la academia y el Estado. Una derecha que no calcule el peso e impacto de las ideas en nuestras formas de vida. Una derecha, que, aun habiendo ganado elecciones generales, ejerza el poder con los hilos de la izquierda. ¿Hola, PPK?
Para Rafael Díaz Salazar, profesor de sociología de la Universidad Complutense de Madrid, «el progre tiene un componente narcisista». ¿Cuántos de nuestros ilustres periodistas, opinólogos, académicos y candidatos a doctorados en universidades extranjeras entrarían a la perfección en esta categoría?
Son los mismos que se rieron de Trump en 2016, los que subestimaron a Vox y creyeron que Bolsonaro no saldría elegido porque Roger Waters lo llamó fascista durante su gira por Brasil. ¿En dónde creen que viven? Es momento de que salgan de su zona de confort y dejen de andar menospreciando a quienes no les siguen el juego a sus disparates. Y, sobre todo, dejen de demandar arrogantemente que todo, hasta las ideas, estén hechas a su medida y conveniencia.