El rechazo del Congreso a la investidura de Pedro Cateriano como PCM ha resultado en una variopinta cadena de opiniones, insultos y malentendidos. Además, ha incentivado un coqueteo entre tribus ideológicas, en apariencia opuestas, que se han servido de las expresiones desacertadas del expresidente del Consejo de Ministros para enarbolar la lucha contra el clasismo, racismo y centralismo limeño como excusa para salvar distancias y prepararse para una nueva batalla con horizonte al 2021.
Cateriano, herido por el desplante parlamentario, pisó el palito y llamó «fanáticos religiosos» a los congresistas del Frepap -votaron en su contra-, tercera fuerza en el Legislativo luego de dar una sorpresa -y cachetada- a tanto politólogo empecinado en hacerle carnaval al Partido Morado y tirar basura a Solidaridad Nacional y el fujimorismo.
Las expresiones de Cateriano no han sido tomadas para nada bien ni por el Frepap ni por el abanico de agrupaciones de izquierda -tradicionalmente enemigas de las organizaciones confesionales-, incluso por minorías religiosas que ven en estas declaraciones un sesgo intolerante al credo de esta agrupación, de evidente carácter mesiánico y fuerte arraigo popular. Aquí último es dónde coinciden estos movimientos, y sus seguidores comparten, exceptuando credo, demandas populistas cortoplacistas que espantan a los sectores más acomodados y sus tribunos.
Personalmente, no creo que Cateriano haya incurrido en una declaración clasista o racista explícita, mas bien, ha soltado imprudentemente una opinión que tenía por esta agrupación, demostrando ante la opinión pública un rechazo político que bien podría ser interpretado como desprecio visceral. Y de esto han hecho eco no solo los afectados, también una cola de opinólogos y comunicadores en redes sociales y la gran prensa.
Pedro Cateriano pecó de soberbio, y con sus palabras desnudó un frente de batalla olvidado por el insoportable y obsesivo recordatorio de quienes buscan convencernos de que la única pugna real es entre los «aprofujimoristas» y los «peruanos decentes». El Congreso anterior fue cerrado justamente para sepultar al «aprofujimorismo», y cuando los «decentes» pensaron que llenarían esos curules vacantes con sus compadres, el tiro les salió por la culata; una nueva casta -no sabemos si duradera- de parlamentarios provincianos de muy poca brillantez intelectual, empresarios populares y radicales enfadados, ha demostrado que las distancias además de ideológicas también son sociológicas: el Perú informal contra la casta de patricios republicanos.
Hace una semana escribí en una columna, parafraseando a Matthews en The Spectator, que Occidente está debilitándose por las guerras culturales entre las facciones más imprudentes y fanáticas, no solo desgastando así la delicada convivencia social, también poniendo en jaque los valores que sostienen en muchos casos el orden mundial surgido tras el fin del Antiguo Régimen y el posterior «triunfo» del liberalismo económico frente al marxismo encarnado en la extinta Unión Soviética. En el Perú, el reflejo de esta crisis global se observa en la decadencia del proyecto de los firmantes de la declaración de independencia de 1821.
La república, formada y mantenida por las élites criollas, no ha conseguido incluir ni reivindicar a cientos de miles de peruanos del interior del país y de las zonas urbano-marginales, creando así múltiples realidades, demandas y frustraciones, donde los ciudadanos de a pie o desconfían de las instituciones públicas, o se sirven de ellas -parasitándolas-, o quieren prenderles fuego. Los podridos, los congelados y los incendiados de Basadre. Una vez más, la convivencia agoniza.