«Aquello que nos promete el paraíso en la tierra nunca produjo nada, sino un infierno».
Karl Popper
En el mundo de la postguerra, muchos intelectuales y políticos defendieron las ideas del comunismo, ese que derrotó a Hitler y tomó Berlín, como un modelo social, político y económico que por fin traería paz y prosperidad al mundo. No era de extrañarse que intelectuales como Jean Paul Sartre defendieran barbaridades como los gulags por la búsqueda del «bien común» o el «fin último», hasta que tuvieron que ceder en sus posiciones ante la miseria y la pobreza que, cada vez, se hacían más evidente sobre las prácticas comunistas y socialistas.
Tomemos en cuenta las posiciones de la Francia intelectual de los sesenta y setenta, donde el elogio a las ideas de Marx era desmedido y pocos lo denunciaban, como Raymond Aron en su libro El opio de los intelectuales. En su escrito, dejaba marcado «el peligro de la planificación central y el fanatismo desmedido y sectario del comunismo, además del juego en pared de muchos intelectuales» —incluidos Sartre—, quienes veían la posibilidad de aplicar sus ideas mediante la ingeniería social. Hoy vemos en nuestras sociedades abiertas un reflejo latente de este escenario: una segunda vuelta presidencial donde el peligro latente del marxismo está en nuestras puertas.
¿Cómo dejamos que ocurra esto de nuevo? Yo veo dos factores importantes que tuvieron implicancia. Por un lado, la fatal arrogancia de nuestra clase política y empresarial; y, por el otro, la batalla cultural. Empecemos con la primera:
- Nuestra fatal arrogancia se debió a una ilusión de victoria sobre el comunismo con la caída del muro de Berlín y la derrota del terrorismo en los noventa, si bien estos factores dejaron sin piso a los defensores del comunismo y el socialismo, desde un punto de vista moral, nuestra clase política y empresarial permitió que, bajo sus narices (incluso en muchos casos con su venia), las narrativas de la igualdad y la lucha de clases fueran tomando mas fuerza. Lejos de concentrar esfuerzos en vencer al rival político en las elecciones y financiar partidos, debieron hacer política de bases con las personas que intentan ser incluidos en el sistema capitalista. Cada vez más fueron más arrogantes, dando la espalda a las personas y creyendo que sus pactos mercantilistas y keynesianos eran suficientes para mantener el status quo.
- Por el lado de la batalla cultural, hemos dejado que las ideas que giran en torno a la lucha de clases se reciclen en otros frentes. Hoy vuelven a reclamar en el frente económico el bien común desde perspectivas igualitaristas y usando las narrativas postmodernas. Ello, mientras se niegan a la meritocracia y exponen los errores humanos, claro está, del capitalismo en contraste con la utopía del socialismo y comunismo —que a pesar de los fracasos abismales en la Venezuela de Chávez y la Argentina de los Kirchner— defendido nuevamente por los intelectuales contemporáneos, como Sartre y compañía en otros tiempos.
La tarea pendiente es muy grande, pero se debe de hacer. Las ideas se batallan desde las bases políticas de los partidos y los think tanks del libre mercado de los grupos empresariales, hasta las personas e individuos: desde abajo hacia arriba. No obstante, esto no puede ser ajeno a una inclusión en el modelo capitalista de los que hoy están fuera de él, de los que votan por un cambio del modelo ya que por más esfuerzos realizados no han podido acceder a él. Debemos entender que no podemos hablar de meritocracia y esfuerzo individual sino permitimos que todos sean iguales ante las leyes y no haya realmente los «privilegios» que tanto critican.
El fantasma del comunismo está a nuestras puertas, y su agenda no es democrática ni mucho menos de respeto a los individuos. Si hoy lo vencemos en urnas, —nuevamente— debemos entender que si bajamos la guardia otra vez, el peligro de su regreso estará latente.