Estamos a pocos días de la primera vuelta de las Elecciones Generales del 2021, hasta donde solo quedan dos cosas claras: que el nuevo congreso va a estar aún más fraccionado que en las últimas décadas y que la arcaica dicotomía izquierda-derecha ha quedado desfasada.
Actualmente, tenemos una izquierda que no defiende a los pobres, sino a las minorías; así como una derecha que defiende todo, menos el modelo económico que nos permitió salir del abismo económico de los años 80.
Por su parte, el vetusto lema «del campo a la ciudad», que solía ser esgrimido por la izquierda para hacer un llamado a la clase obrera, ha quedado en un segundo plano; hoy su bandera es el progresismo: la búsqueda de equidad e igualdad en los resultados —tema del cual hablé en mi artículo Equidad vs. Libertad: ¿qué debe hacer el Estado?—. El progresismo, si bien tiene una narrativa seductora para las clases acomodadas, no tiene un impacto importante en las más pobres. A los ciudadanos de escasos recursos no les suelen interesar las leyes de identidad de género, pues aún mantienen mayoritariamente prácticas culturales cristianas. Para una izquierda que dice representar al pueblo este golpe de realidad debe hacerlos despertar de su arrogancia.
En tanto, la derecha se pierde en un discurso ideológico tan cambiante como la marea. Años atrás, los políticos de derecha defendían el modelo económico de libre mercado o social de mercado que tenemos, y daban importancia al esfuerzo individual de las personas para salir adelante apostando por la iniciativa privada. Lejos de ello, hoy en día han dejado dicho discurso en una segunda instancia, calificándolo como tecnicista y coyuntural, optando, en cambio, por lo que han denominado una «batalla cultural» o «de las ideas». En aquella pugna, la derecha ingenuamente considera que las personas tienen mayor interés en la aprobación del matrimonio igualitario que en el hambre y el desempleo. Han perdido el norte pensando que una batalla de las ideas es contra las personas y no las ideas; olvidando que el fin de esta debe ser convencer y trazar el diálogo, en lugar de excluir y limitar, así como que las batallas culturales se hacen desde abajo hacia arriba, pues caso contrario es solamente ingeniería social. En síntesis, parecen tener más coincidencias con el progresismo que con las ideas que, dicen, defienden.
Argentina y Chile son dos ejemplos de batallas culturales perdidas en América Latina. Las ideas totalitarias del progresismo salieron victoriosas luego de fuertes crisis económicas —la de Alfonsín y Bachelet, respectivamente— que devienen de políticas públicas de izquierda desfasadas.
En ambos países latinoaméricanos, la ciudadanía y los intelectuales hacen una retrospectiva de lo que quienes aún no perdemos la batalla de las ideas debemos hacer: «No defendimos lo suficiente el modelo que nos hizo prósperos«.
Los peruanos vivimos bajo un modelo que no es perfecto; sin embargo, el mismo ha logrado reducir la tasa de pobreza en cerca de 40 puntos porcentuales, pasando de aproximadamente un 60 % en los años 90 a 20 % previo al inicio de la pandemia del COVID-19. Del mismo modo, nos permitió un incremento del PBI en un periodo de 30 años de casi 10 veces su tamaño; así como, según el BID, que la desigualdad se redujera desde una de las más altas de la región a una de las más bajas. Si bien es cierto en comparación a otros países aún todavía nos falta mucho por recorrer, este modelo ha demostrado que el camino no es un paralelo al actual y, por tanto, lo debemos defender.
En torno a los comicios solo me queda dar una sugerencia: que tu voto no sea por candidatos o personalidades, sino por ideas. Ideas que defiendan y busquen la mejora de lo que sí funciona. El camino está trazado y depende de nosotros seguirlo.