Esta pandemia, lejos de presentar un nuevo contexto en la política, ha develado las verdaderas y lúgubres intenciones de quienes la practican. Se ha encarnado en cada funcionario la necesidad de sacar lucro político de la coyuntura, acaso por la cercanía a las siguientes elecciones.
Desde que inició la crisis causada por el COVID-19, personajes de todos los ámbitos han levantado la voz en reclamo de más regulaciones para las empresas y exigiendo cambios en el régimen económico. Estos, consideran que los problemas se resuelven con la intervención del Estado, muy al gusto de la dictadura velazquista o la hiperinflación alanista.
Entre esas escabrosas exigencias, se escuchan voces que, con la Constitución de 1979 en la mano, desgañitan, entre otras cosas, «¡qué controlen los precios!». Se ha encontrado en este fallido método una ventajosa maquinaria política.
Al respecto, el Poder Ejecutivo decidió iniciarse en esta macabra práctica desde el sector educación. Se aprobó un decreto legislativo (DL N°1476), como era de esperarse, con más de una inconstitucionalidad, en el que se establecían que sí y que no podía cobrar un colegio privado. Pero esto fue solo el comienzo, una «brisa» de lo que se está esquematizando en el sector público.
Semanas después, al mejor estilo del chavismo, el Congreso aprobó una ley que prohíbe la especulación de precios y obliga a los comerciantes a poner «precios habituales» en tiempos -cabe precisar- no habituales. Precios que el Congreso aún no detalla, pero sí exige.
Con la iniciativa legislativa, lejos de ayudar a afrontar la pandemia, abren la posibilidad de que los fármacos y el oxígeno puedan «desaparecer en el mercado formal» y «aumenten mucho más en el mercado negro», como señaló el economista Elmer Cuba.
Con lo mencionado, claro nos queda, que el Gobierno, en conjunto con nuestro Parlamento, se ha planteado desaparecer del mapa los medicamentos y el oxígeno medicinal y ¿por qué no también los alimentos?
Durante el debate donde se aprobó la autógrafa contra la especulación, comunistas, radicales y fundamentalistas, pedían que también se controle el precio de los alimentos.
Con lo mencionado, los legisladores dejan claras tres cosas: (1) no tienen asesores que sepan que en 1993 se promulgó una nueva Constitución, les pagamos 7 a los congresistas por nada; (2) no vivieron en los años 80 o tienen un déficit en su memoria; y (3) el futuro peruano es temible.
Ahora, no solo el Legislativo ha planteado disparates en los últimos días. El Ejecutivo, a través de Zeballos, también ha señalado que controlar los precios no es una idea que se aleje de las posibilidades en estas circunstancias.
Zeballos, quien también quería una aerolínea estatal (sí, como la quebrada a inicios del milenio), afirmó días atrás que «la respuesta del Gobierno» iría por la línea de lo enunciado por Crisólogo Cácres, presidente de ASPEC, quien indicó que «el Estado podría aplicar un tope para ciertos medicamentos», con el objetivo de que «productos necesarios no sean vendidos a precios especulativos».
Entonces, dos poderes del Estado y algunos fanáticos del estado empresario no temen a un nuevo fracaso de regular los precios. Esto, a costa de la salud de miles de peruanos.
En lugar de exigirle al privado que regule sus precios, el Gobierno debería utilizar bien el mercado de medicamentos que controla, el cual, por cierto, hasta 2016 ascendía al 71% (Dirección General de Medicamentos Insumos y Drogas). También podrían empezar a arreglar las plantas malogradas de oxígeno en los hospitales, como la del Hospital Regional de Loreto.
Por su parte, el Congreso debería dejarse de populismos que solo agreden a la economía y al empresario y velar por lo que realmente importa: trabajar juntos para salir adelante.