China domina desde su cómodo trono asiático a los países de Hispanoamérica, una región en evidente desventaja -tanto militar como comercialmente- frente a la ambición desmedida de Pekín. Ni los Estados Unidos, que nos ve como su patio trasero, tuvo tanta gula.
Los hilos del dragón rojo controlan al Perú desde hace algún tiempo: es nuestro principal socio comercial y sus inversiones aquí ascienden a US$ 24,000 millones (Gestión). Otros países vecinos corren la misma suerte. Y si algo compartimos con ellos, además de gobiernos débiles y economías desahuciadas, es nuestra dependencia del apoyo financiero chino. He ahí la razón de que muchas veces nos dejemos abusar por sus corsarios.
Los mares del Perú, Ecuador y Chile son habitualmente asechados por barcos factorías chinos que los depredan ante la pasividad de las autoridades nacionales y, por supuesto, ante las manos atadas de sus armadas. Estos países, junto a Argentina, se encuentran en la denominada “Ruta del Calamar”.
Hace unos meses se volvió noticia la presunta invasión de la Zona Económica Exclusiva (ZEE) de las islas Galápagos por parte de una flota pesquera, en su mayoría china. Más de 300 buques se asentaron en esas aguas. Este martes 22 de septiembre, luego de numerosos reclamos por parte del gobierno ecuatoriano, la flota se alejó de las Galápagos y se estacionó frente a las doscientas millas del mar peruano, en aguas internacionales.
Esto levantó las alarmas en el Perú, sobre todo tras una alerta de la embajada de los Estados Unidos en Lima que no solo advertía el peligro de la sobrepesca, además esta flota tenía un historial de cambiar nombres de barcos y desactivar rastreo por GPS. “Perú no puede permitirse semejante pérdida”, escribió la embajada en su cuenta de Twitter. El consulado chino no tardó en responder, desmintiendo la versión estadounidense: “Esperamos que el público peruano no sea engañado por informaciones falsas”.
Pocos entienden la gravedad de lo que viene ocurriendo. Con una guerra comercial en marcha entre los Estados Unidos y China, estamos siendo testigos de una nueva dinámica de “guerra fría”. Los primeros van en retirada, mientras que los segundos empujan con agresividad, y en medio de la brutal pandemia del COVID-19, reafirman su presencia en la región.
Lo más probable es que ambas potencias desencadenen un intercambio de gestos, de menor a mayor rango – y dependiendo de las circunstancias pospandemia-, que impacten en este nuevo pivote geopolítico: el océano Pacífico o Mar del Sur.
El Mar del Sur, o Mar del Sud, es el nombre con el que se conocía al océano Pacífico durante los primeros años de exploración europea. El imperio español lo convirtió en su mare clausum, “mar cerrado”, frente a los intentos de Inglaterra y Holanda por comerciar con las capitanías y virreinatos. Durante los siglos en que la monarquía hispánica dominó estos territorios, piratas, corsarios y contrabandistas navegaron sus costas. Doscientos años después de las “independencias”, una vez más nos asalta la misma calaña, aunque de diferente nacionalidad.
Este contexto nos obliga a poner en marcha un plan continental, con una estrecha colaboración con las armadas chilena y ecuatoriana, para hacer valer nuestra presencia en el Pacífico a través de una visión que comparta -y reviva-, por ejemplo, el sentido del Pacto de Alianza y Defensa firmado en 1856 con nuestros vecinos inmediatos del norte y sur. “Descubriremos, sin duda, que los intereses oceánicos de Chile y Ecuador son concordantes con los nuestros”, diría el ilustre antropólogo peruano Fernando Fuenzalida.
La amenaza de los corsarios chinos sobre los recursos del Pacífico sudamericano – el “Mar del Sur”- no solo debería preocuparnos por el riesgo que implica la sobrepesca, sino también por las consecuencias de convertirnos en alfiles y peones del tablero geopolítico de dos potencias en pugna.