El 14 de febrero es tradicional celebrar el “día del amor y la amistad”, lo que constituye una breve, pero jugosa primavera comercial. Restaurantes, flores, chocolates, regalos se venden a granel, una verdadera fiesta del consumismo, análoga a la «navidad» o «al día de las madres». Sea que el origen de la fiesta se remonte a las “lupercales” romanas; o al martirio de San Valentín en el año 270 por dedicarse a casar en secreto a soldados romanos; contraviniendo la orden del emperador Claudio II que prohibía su matrimonio para que fueran mejores guerreros. El caso es que su contenido empalma bastante bien con el mensaje cristiano.
¿Por qué empalma con el mensaje cristiano? Bueno, habría que hacer unas precisiones. Las Lupercales eran unas fiestas paganas donde se golpeaba a la mujer –con la creencia de que ayudaba a su fertilidad- y se practicaba sexo desenfrenado. Coincidían con la fecha del 14 o 15 de febrero y fueron prohibidas por el Papa Gelasio I en el año 494 d.C.; en una Roma ya cristiana, por considerarse lascivas e inmorales. Pero más allá de que el origen de la fiesta sea pagano o se deba al heroísmo de San Valentín mártir, el caso es que el amor y la amistad son dos valores profundamente cristianos.
Lo más probable es que, como en tantas ocasiones; la fiesta de San Valentín haya servido para cristianizar una costumbre bárbara, ofreciendo un sustituto cristiano a una tradición pagana hondamente arraigada. Como en otras ocasiones también, la fiesta cristiana ha sido absorbida por el consumismo y, tristemente, dada la cultura neopagana en la que vivimos, se haya ido deformando con frecuencia, para decaer nuevamente en una fiesta sexual.
La promiscuidad con la que a veces se vive la fiesta recuerda a las lupercales originales. Y es que, todo hay que decirlo, la pornografía ha dañado profundamente el modo de relacionarse entre los varones y las mujeres. Las expectativas que se crean, lo que se espera de la pareja, ha llevado a confundir lo afectivo con lo erótico; a quemar etapas y a difuminar límites que antes estaban muy claros. Se trata de otro ejemplo de una fiesta pagana, que se cristianizó con la cultura cristiana imperante en la antigüedad, y que ahora vuelve a paganizarse gracias al neo-paganismo, en este caso hedonista, que comienza a proliferar. Es un proceso histórico circular, pero que resulta nocivo para el modo adecuado de entender la relación entre la mujer y el hombre.
Por ello los cristianos no debemos simplemente tirar la toalla y resignarnos a la muerte del romanticismo en el altar del erotismo. Debemos, por el contrario, rebelarnos contra la pornografía y la visión deformada que ofrece de las relaciones sexuales, así como del papel del sexo en la vida personal. Y quizá una manera adecuada de hacerlo sea rescatar los valores cristianos inherentes a la fiesta de San Valentín: el amor auténtico, no solo como eros, sino como ágape, es decir, como éxtasis o salida de uno mismo para darse a los demás. No con el erotismo egoísta, sino con el amor donación, entrega, comunión.
No es que pretenda denigrar el erotismo en general: tiene su lugar y su contexto; pero sí denunciar el precoz, que exacerba el egoísmo y el individualismo, incapacitando, paradójicamente, para amar de verdad, porque nos encierra en nosotros mismos. Por ello el cristianismo ofrece una perspectiva más amplia del amor, donde no se le da prioridad a lo erótico sino a lo afectivo; con una profunda significación teológica. En efecto, para el cristianismo “Dios es amor”, y la donación del hombre a la mujer es imagen de la donación de Cristo a su Iglesia. Contra lo que pudiera pensarse, el cristianismo no le tiene miedo al amor.
¿Y qué decir de la amistad? Basta con recordar las palabras de Jesús: “a vosotros os he llamado amigos”; o también las del Eclesiástico en el Antiguo Testamento: «Un amigo fiel es un refugio seguro, quien lo encuentra ha encontrado un tesoro.» La fe nos quiere felices, la felicidad exige amistad; las virtudes cristianas facilitan el surgimiento, desarrollo y permanencia de la amistad. El ejemplo de muchos santos es elocuente en este sentido: la amistad que nace al calor del amor de Cristo es la más fuerte de todas.