Nunca había generado un tema tanta polémica en clase, todo el grupo se unió en mi contra. Yo, la verdad, estaba sorprendido, no era un tema que tuviera pensado abordar, salió por una pregunta tangencial e inició la revolución. La cuestión que no conseguí, pese a todos mis esfuerzos, explicar convincentemente, fue el tema del débito conyugal. Y tiene mérito, pues habíamos abordado los candentes temas de la sexualidad; el sexo según la revolución sexual y según la moral católica, el aborto…, no, el tema más disputado ha sido el del débito conyugal.
¿Qué pensaron mis alumnos? Simple y llanamente, que yo afirmaba que la mujer se debía dejar violar siempre que fuera dentro del matrimonio, por aquello de que son los dos una sola carne; y que, si no lo hacía, cometía pecado. Así enunciado suena pavoroso; efectivamente yo no dije eso, pero eso entendieron, y no hubo forma de quitarles esa idea de la cabeza. “No somos objetos, somos personas”, afirmaban las chicas en clase, y yo soy el primero en subrayarlo.
La trifulca ocasionada –fueron a quejarse a la dirección de la Universidad, gracias a Dios no lo subieron a redes sociales-, me hizo reflexionar en que se debe explicar de forma novedosa la doctrina de siempre, que en sí misma es hermosa, atractiva, de la moral sexual católica. Y dentro de ella, particularmente, hacer una nueva presentación de la enseñanza del débito conyugal. No se puede obviar dicha cuestión, pues es bastante clara en San Pablo, y forma parte del contenido del contrato matrimonial (“usted pone un contrato por encima de las personas, afirmaban mis alumnas”). Ahora bien, ¿Cómo hacerles entender que honrar el contrato matrimonial contribuye a la plenitud y el florecimiento de la persona?
En sí mismo, el débito conyugal es muy sencillo y forma parte de una verdad hermosa en sí misma. Ya no son dos, sino una sola carne, es decir, ya no deben pensar en primera persona del singular “yo”, sino en primera persona del plural “nosotros”. Y así, discernir en cada momento, “qué es lo mejor para nosotros”. En la misma línea, la entrega mutua de los cuerpos es imagen y signo de la entrega mutua de las personas, la cual significa y realiza el acto conyugal.
Por eso los esposos se comprometen a acceder a la intimidad cuando la otra parte lo pida sensatamente. Es parte de lo que han entregado: “te entrego mi cuerpo, porque te entrego mi persona, porque me entrego yo”. Es una entrega que no cosifica a las personas o no supone una sumisión porque es mutua. Uno cede sus derechos a la otra parte, pero la otra parte se los cede a uno. Por ello, el débito no lo pide solo el varón, también lo puede solicitar la mujer.
Ahora bien, conviene abundar en el aspecto de “petición racional” propia del débito conyugal, para no dar lugar a equívocos. Cada una de las partes lo puede pedir de manera delicada y razonable. Si no hay un inconveniente serio, se tiene la obligación de acceder, en virtud del amor al cónyuge, honrando así el pacto matrimonial. Un inconveniente puede ser un simple dolor de cabeza o una situación de agotamiento; en esos casos ya no existe la obligación de acceder a tener la intimidad, aunque puede la parte afectada ceder, precisamente por amor al cónyuge, más allá de la estricta obligación. Estaría realizando en ese caso un heroico acto de amor.
Sobra decir, que no obliga el precepto si se solicita en estado de ebriedad o con violencia u obligando a la otra parte. En ese caso, como bien intuían mis alumnos, puede tratarse de una violación en el seno del matrimonio, lo que en vez de fomentar la unión conyugal la debilita, al tiempo que va en contra de la dignidad de la persona, destruyendo así el amor. Se vuelve el sexo un acto contradictorio consigo mismo; pues en vez de expresar la donación, manifiesta el dominio, lo que no es propio del contrato matrimonial.
Pero salvados estos extremos, por desgracia nada infrecuentes, la doctrina del débito conyugal es la expresión maravillosa del don de sí en el seno del matrimonio, que se actualiza cada vez que se tiene una relación. Suele suponer generosidad por parte de alguno de los cónyuges, pues lo normal es que no estén sincronizados en sus necesidades afectivas, y alguien deba acceder por un amor que se prometió en el matrimonio y se actualiza en el acto conyugal.