El 22 de abril último se celebró del Día Internacional de la Tierra. En esa oportunidad, más de 350 organizaciones de 40 países emitieron un pronunciamiento titulado “Un planeta, una salud. Haciendo la paz con la Tierra”. Se trata de una crítica que remarca el vínculo directo entre las pandemias y la destrucción del ambiente y hace un llamado a un cambio urgente del modelo económico apuntando al fondo del problema: “Una economía mundial basada en el mito del crecimiento y el apetito ilimitado por los recursos de la Tierra es la raíz de esta crisis sanitaria y de futuras pandemias”.
Dentro de este marco, en medio de la crisis del COVID-19, la ONU instó a cambiar hacia una economía y modo de vida más sostenible, que funcione tanto para las personas como para el planeta. Antonio Gutiérrez, su secretario general, subrayó también que urge actuar con decisión para proteger el planeta, tanto del nuevo coronavirus como de la amenaza del cambio climático.
En nuestro país, el presidente Vizcarra en su conferencia de prensa del viernes 22 de mayo último mencionó que “debemos ir a una nueva convivencia que nos permita ser más disciplinados, respetando normas mínimas, … el medio ambiente y nos permita un mejor desempeño entre el combate al virus y la reactivación gradual de la economía”.
Pero a pesar de todos los llamados a la acción para cuidar el ambiente, por más que se nos presenta como una misión universal que debería trascender intereses individuales e ideologías, pareciera -al menos en los hechos- que la unanimidad y el consenso no son reales.
Por un lado, vemos gobiernos que pretenden asegurar el futuro de sus naciones manteniendo una economía basada en energías fósiles, en la extracción masiva de recursos y por otro lado, gobiernos consecuentes con acciones más concretas en tránsito hacia un modelo de desarrollo más limpio. Si miramos al sector privado, vemos por un lado a beneficiarios de inversiones muy contaminadoras y por otro, a la población que sufre por la contaminación que estas empresas generan.
Algo semejante ocurre en el aspecto geográfico y social. Por una parte, tenemos poblaciones más expuestas y vulnerables al cambio climático que ya están siendo afectadas por fenómenos climáticos extremos y por la otra, a personas con mayores recursos instaladas en zonas seguras que consideran que la crisis climática es un acontecimiento futuro.
En ese mismo orden de ideas, la desigualdad se agrava cuando el cuidado del ambiente aparece como una oportunidad para unos y como un lujo o una carga para otros. Algunos pueden integrar fácilmente las normas ambientales en sus vidas y las ven como una oportunidad para mejorar su salud y su bienestar, mientras que a otros se les hace difícil porque involuntariamente están atrapados en situaciones o en una economía poco amigable con el ambiente. Estas diferencias o líneas de división están omnipresentes en nuestro día a día y no parece existir solución sencilla para resolverlas.
Como puede inferirse, lo que tenemos frente a nosotros es un reto político. La ciencia ha hecho su trabajo brindando información valiosa sobre el estado actual del planeta y acerca de los posibles escenarios que nos esperan hacia el futuro si no actuamos decididamente.
En habidas cuentas, no podemos esperar que una política que incorpore plenamente el tema ambiental aparezca mágicamente y solucione nuestros problemas. Por el contrario, necesitamos avanzar en una construcción colectiva que nos lleve a identificar con quién y contra quién estamos en esta batalla (tal vez seamos nosotros mismos), qué es lo que nos une y lo que nos divide y tal vez así, podamos clarificar nuestros objetivos y plantear soluciones concretas. Necesitamos organizarnos y trabajar conscientemente por un proyecto ambientalmente diferente.
No perdamos de vista que, según el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, una nueva enfermedad de infección emerge entre los humanos cada cuatro meses, y el 75 % de ellas provienen de los animales. No esperemos que la próxima pandemia nos sorprenda en las mismas condiciones ambientales.