«La justicia es la primera virtud de las instituciones sociales como la verdad lo es de los sistemas de pensamiento”, expresa, por un lado, el distinguido filósofo estadounidense John Rawls, en el inicio de su libro más reconocido: «Teoría de la Justicia». Por el otro, el candidato presidencial Pedro Castillo, propone sin ambages desactivar el Tribunal Constitucional, eliminando cualquier posibilidad de que nuestro ordenamiento se aproxime a la máxima propuesta por Rawls. Nuestra Carta Magna asigna al tribunal el rol de velar por la constitucionalidad de las leyes, lo cual evita su arbitrariedad. Así, una sociedad en donde las leyes no puedan ser revisadas por un Tribunal Constitucional autónomo, está condenada a la iniquidad de las mismas, encubriendo consigo una dictadura. Castillo, desde sus propuestas, nos anticipa una.
A su declaración sobre desactivar el TC, haciendo énfasis en que “no le faltarán lo que a las gallinas les sobra”, se suman otras medidas autócratas: su opción radical de cerrar el Congreso en caso fuera necesario, la implementación de una Asamblea Nacional Constituyente -inviable en el marco de nuestra Constitución vigente- y el control de los medios de comunicación. Todo ello nos debe llevar a meditar sobre la eventualidad que nos llevó a tender una espada de Damocles sobre nuestra frágil democracia.
El primero en teorizar sobre la inevitabilidad de la irrupción democrática por un jefe popular que, en un contexto de crisis, explote el antagonismo de clase entre ricos y pobres fue Platón en su libro “La República”. No desprovisto de cierto historicismo y animadversión hacia el cambio, Platón identificó tempranamente que la democracia -en sus horas más hostiles, producidas por un constante enfrentamiento en la clase política- está condenada a degenerar en una tiranía encabezada por un líder que, antagonizando los intereses económicos de clase, irrumpa con el orden democrático.
Desde Dionisio el Viejo, tirano de Siracusa, pasando por Robespierre haciendo claudicar la libertad y fraternidad pregonadas por la revolución y llegando a Hugo Chávez y Nicolás Maduro con su promesa de la revolución bolivariana, la historia está llena de ejemplos que atestiguan la visión historicista del fatalismo platónico. Todos ellos tuvieron en común ser jefes populares que consumaron sus dictaduras aprovechando la crisis institucional generada por constantes enfrentamientos políticos, en el marco de una debilitada democracia.
En el siglo XXI, el socialismo latinoamericano parece haber hecho eco de esta teoría, aprovechando con gran destreza el momento de crisis institucional en el que accedieron sus líderes al poder, y explotando un discurso populista, polarizador de clases sociales y pseudo democrático. Hipócrita ideología cuyo modus operandi es valerse del discurso y la entrada democrática al poder para luego pervertir las instituciones sociales una vez en él. La usurpación del Tribunal Supremo chavista en las funciones de la Asamblea Nacional de la República Bolivariana de Venezuela; la execrable creación jurisprudencial de un “derecho humano a la reelección indefinida” por parte del Tribunal Constitucional boliviano (ignorando el voto de más de 2 millones de bolivianos que rechazó la modificación de la constitución para que Morales se reelija en el 2019); la absurda declaración de inconstitucionalidad de la propia Constitución por parte de la Corte Suprema nicaragüense que posibilitó la reelección del deleznable Ortega, entre otros casos, son solo algunos ejemplos que sirven como muestra fidedigna del profundo desprecio que mantienen representantes del socialismo del siglo XXI por las instituciones y la democracia, tornándose en pérfidos esbirros que atentaron contra el Estado de derecho después de renunciar a la revolución ex ante.
A estos “presidentes”, parece unirse ahora Pedro Castillo, el mismo que les guarda gran admiración, llegando incluso a consignar en su plan de gobierno que tales “dieron dignidad al continente” -lo cual es ominoso-. El popular Castillo mantiene semejanzas insoslayables con sus correligionarios latinos, además del apoyo explícito de uno de ellos. A saber, coinciden en un discurso personalista amparado en la voluntad popular, en anunciar un desprecio total por las instituciones, en un concepto de justicia que solo es viable cambiando el modelo económico y en su inquebrantable fe por el Marxismo y la revolución. Todo ello, resquebrajando la democracia y cualquier otra institución que impida la realización de sus planes.
Aterrizando, para reparar en el peligro a la democracia que supone la candidatura de Castillo, es menester revisar de manera conjunta, el ideario de su revolucionario plan y las propuestas -ya mencionadas- planteadas durante la campaña; así como, las declaraciones del líder e ideólogo del partido, el comunista Vladimir Cerrón.
En primer lugar, en su plan de gobierno se describe a Perú Libre como un partido marxista-leninista y, a su vez, democrático. Esto entraña una profunda contradicción rayana en la consumación de un oxímoron. Es que el Marxismo- leninismo es sobre todo dos cosas: nacionalización de los medios de producción y planificación económica centralizada, pero nunca es democrático. En su afán por tomar los medios de producción y abolir el capitalismo, no contempla respecto alguno por las instituciones y Estado democrático; puesto que, ambos son “super-estructura” que sirven a una “estructura” mayor: la economía capitalista.
En cuanto a las propuestas planteadas por Castillo, la descripción de su marxismo-leninismo historicista, creyente en la inevitabilidad de lucha de clases, es perfectamente compatible con medidas como: la desactivación del Tribunal Constitucional, el control de medios de comunicación, la ilegítima convocatoria a una asamblea constituyente y la disolución del Congreso. Por tanto, estas no deben extrañarnos, dado que actualizan el profundo desprecio del marxismo decimonónico hacia las instituciones sociales; sin embargo, Castillo acoge la hipocresía del socialismo del siglo XXI en el acceso democrático al gobierno para que, una vez en él, “la izquierda aprenda a quedarse en el poder”, en palabras de Vladimir Cerrón.
En estos últimos 5 años, el constante enfrentamiento político entre los poderes del Estado y la ineptitud de nuestros gobernantes en el manejo de la pandemia condujo a nuestra frágil democracia hacia el desorden, a la oclocracia. Dándose pie a que interpretaciones deterministas de la historia como las de Platón, Polibio y Vico se tornen realistas en su fatalismo. Pedro Castillo y Vladimir Cerrón, al igual que los demás sátrapas latinos, vieron en la crisis institucional y de representatividad el momento histórico preciso para acceder al poder “democráticamente”. Platón fue quien nos lo advirtió primero, hace más de 2000 años.
No seamos cómplices, es crónica de una muerte anunciada.