Los días de cuarentena se prolongarán. Empezamos a pensar que todos los días se parecen. Nuestra percepción del tiempo durante el confinamiento ha cambiado, pareciera que el tiempo se extiende. Paradójicamente, el tener tiempo nos hace perder la noción del tiempo. Por otro lado, hemos pasado de una rutina con diferentes espacios de vida – amistades, familia, trabajo, diversión – que cada uno equilibra como puede, a una rutina única en confinamiento.
En otras palabras, estamos más “solos” que antes bajo una aparente calma pero hiperconectados, ansiosos por saber qué esta pasando fuera de nuestra casa. Estamos poseídos por un suerte de impaciencia colectiva por saber si los científicos ya desarrollaron un tratamiento o una vacuna. Tenemos mucha prisa por liberarnos de este virus. Pero desde un punto de vista científico, las investigaciones tienen una temporalidad particular, un ritmo diferente que no puede ser modificado a la voluntad de nuestra impaciencia colectiva.
En tal sentido, se ha generado también una epidemia de “fake news”, noticias falsas que circulan en múltiples canales de información. Es allí donde el conocimiento o la información científica se mezcla con comentarios, opiniones, y se contamina con creencias y mentiras. Como resultado de esta amalgama de información, las opiniones se convierten en información y las mentiras en conocimiento. Esto genera una enorme confusión y propicia una especie de auge del populismo anti-ciencia. Tener una opinión y escribirla o repetirla muchas veces no hace que se convierta en conocimiento o en verdad. Twitter y otras redes sociales no pueden competir con la revista Nature.
Para tratar de mejorar la situación, la ciencia debe ser un “asunto público”. Los conocimientos científicos deben circular libremente y difundirse sin mayor obstáculo. Los científicos y expertos deben esforzarse por hacer que el conocimiento sea accesible al mayor número posible de personas y deben explicar mejor cómo se forjan los conocimientos científicos. La ciencia no debe estar reservada únicamente a los expertos.
Todas las personas tienen derecho a formular preguntas, a interrogarse y a emitir opiniones. Es legítimo y sano que los peruanos y peruanas se interesen por lo que está pasando, que hagan preguntas, que pidan explicaciones a los científicos o expertos, porque lo que está en juego es crucial.
De paso, se podría aprovechar para explicar cómo se obtienen las vacunas, como se prueban los tratamientos médicos, qué es un protocolo de investigación, cómo se mide el efecto placebo, entre otras preguntas que ayudarían a comprender la complejidad del caso. También se podría explicar la diferencia que hay entre coincidencia, correlación y causalidad: en el medioevo, se pensaba que los piojos daban buena salud porque no se veían en gente enferma; en realidad era al revés, tener una buena salud hacía más probable que tuvieras piojos, porque estos infectaban a casi todos menos a los enfermos.
En otras palabras, con la crisis del Covid-19, se plantea el debate del lugar de la ciencia en nuestra sociedad, y especialmente su relación con la política. Sucede que la ciencia y la política a veces chocan. Se producen desencuentros entre lo que la ciencia sabe y lo que la política quiere, con consecuencias que pueden ser riesgosas. En temas ambientales a nivel mundial, lo hemos visto en cuestiones como los organismos genéticamente modificados, los pesticidas, los disruptores endocrinos o la negación del cambio climático antropogénico.
Resulta claro que el rol de la ciencia consiste en darle a la sociedad la mejor evaluación del estado actual de las cosas y los posibles escenarios a donde se puede llegar, para que luego la política decida hacia dónde quiere ir. Si por conveniencia política de corto plazo no tomamos en cuenta la información que la ciencia nos aporta, nunca podremos tomar la dirección correcta.