Esta semana no deseo referirme a los candidatos que pasaron al segundo volumen de esta tragicomedia melodramática llamada política peruana. O bueno, al menos no específicamente. Hoy deseo centrarme en mis pares, en aquellos que sin conocer mucho o siendo totales desconocidos para mí, me tomé el tiempo de leer, o con quienes siendo más cercano tuve la oportunidad de conversar.
El golpe contra el piso nos vino al final del día el pasado domingo. Pero no duele al instante, dicen, y totalmente acertado ello. De a pocos, a cada número y a cada declaración, la angustia se fue apoderando hasta tener 19 más 13, que eso menos 100 ya saben cuánto es. Ni siquiera la tercera parte del país podría decir que está contenta de que su voto siga en carrera, mientras que los demás nos cuestionamos para decidir con al menos una pizca de convicción.
Pero hay algo que no tardó en aparecer, sino que con el impulso propio del corazón, hoy tan elevado a director de lidia y organizador del mundo, irrumpió con fiereza y se esparció con alarmante rapidez: la cólera. De un lado, aquellos fervientes pechadores de la candidata ideal que quedó más abajo de lo peor esperado y pues, «¡no quisieron moderada, ahora jódanse con el radical!». Y por el otro, los más rancios y limitados, que con «¡la culpa toda es de los cholos, esos ignorantes!» quieren escapar de su responsabilidad. De ahí en adelante, tenemos bandos separados sin reconciliación hasta ahora aparente. Pero tampoco ello es íntegramente así, porque es posible encontrar a muchos de los primeros en las burbujas de los segundos y parecen dispararse a los pies por pura pasión, por puro amor al arte.
Ya dije que en esta oportunidad no me dedicaré a hablar de ninguno, ni sobre la experimentada y accidentada que por tercera vez tienta, ni sobre el que entre ideologías nefastas y lágrimas puestas en escena no sabe muy bien dónde está parado. Quisiera entender más bien a sus huestes, a aquellos que con la bandera de la tolerancia no toleran más allá de un comentario sin cancelar, o a aquellos que con la realidad en sus narices aún no quieren ver lo verdaderamente evidente, prefieren hacer como si nada y optan por lanzar dardos bañados en gasolina.
Pero debo de explayarme un poco más aquí. Ya me referí a cifras, aunque haya hablado solo de lo que he podido tratar directamente. Así que veamos más allá, fuera de los límites inmediatos y tratemos de comprender la base misma. Claramente, una gran parte siente indignación, porque el Estado no les llegó o porque el modelo no les alcanzó como se debía. Por ello, con justicia reclaman y elevan a uno que dicen los representa, aunque no quede muy claro el cómo, porque «pueblo es pueblo, justicia es justicia y robo es robo» más allá de lo técnicamente viable. Entonces, la demanda por que se arregle todo eso está y la oferta es bien atendida por la ideología de discurso fácil, de sentimiento amigable y careta bonachona. Racionalidad hay; diferente, pero hay: que no la quieran ver es otra cosa.
Y lamentablemente es así, no se ha querido ver, se pasó por agua tibia y ahora llegó una factura gorda. Desde el otro lado, la llamada comodidad, no se atendió correctamente la demanda legítima y los beneficios que bien se apreciaron por una parte del país se percibieron como nimios por el otro. Sin embargo, afirmar que estos no llegaron en lo absoluto, que el crecimiento nunca los tocó, sería una total mezquindad y mentira. Mal que bien se avanzó, y las deficiencias no vinieron necesariamente del mercado, sino del Estado; mas esa es otra historia, que si bien está estrechamente relacionada debería de ocupar al menos una columna completa.
Entonces, existe indignación desde la comodidad, pero ¿es posible sentir comodidad desde la indignación? Pregunta harto difícil de responder, ¿o no? Podría decir que la indignación en sí misma es una suerte de válida comodidad, pues arropa entre pares furibundos y se siente a la aparente victoria como la luz que solucionará los problemas reales sin mirar experiencia histórica ni modelos vecinos. Si esto termina siendo así o no, ya lo veremos, pero al menos esperemos que de llegar su opción al poder no terminen escondiendo la cara ni con el rabo entre las piernas. Como dicen, el movimiento se comprueba en el andar.
Concluyo mencionando que la democracia es sobre todo tolerancia y consenso, no tanto el ciego tira y afloja de intereses, por más profundos que estos sean. Es necesario moderarse, pensar con cabeza fría y priorizar la convergencia antes que la divergencia, pero respetando siempre lo logrado y la libertad de cada quien. Si bien la promesa de cerrar brechas en lo social y económico tiene deuda, preocuparnos por la sobrevivencia y la reforma es aquí lo que debe primar, me refiero sobre todo en términos institucionales. Tanto de un lado como del otro, es necesario empezar a conversar, dejar de lado la cólera pasional y darnos cuenta que existe una dinámica social que a pesar de que no conocemos bien está ahí. Solo así podremos evitar el «borrón y Carta nueva».