Columna: El panóptico
En la época de Sendero Luminoso, el periodismo atravesó un intervalo ágil y furtivo que perfiló a grandes figuras. A pesar de los cruentos escenarios, permitió desarrollar virtudes tempranas para quienes eligieron vestirse de traje y continuar informando. Años de la grabadora, los cables sueltos y las manos veloces arrojadas sobre una Olivetti Lettera 35. Personajes que enmudecían salas con su presencia y cautivaban los puestos de periódicos con titulares vistosos, coloridos, llenos de forma y estilo.
Entre ellos, César Hildebrandt, marcó la prensa. Su mayor defecto: ser brillante hasta el ridículo, en una sociedad donde se rinde culto a la estupidez sin fecha en el calendario. Hildebrandt era excelso. En su faceta de entrevistador, destreza imprescindible: sutil para lanzar dardos y guardar la artillería para el momento oportuno. Evasor de canallas y productores con guion pauteado. Cálido para llevar un diálogo al nivel más íntimo y develar impostores. Despiadado para deslumbrar de forma apacible los ademanes contrariados de un entrevistado que pierde los papeles.
En su rol de escritor convulsivo, presidiario de sus convicciones, una pluma incansable, veloz y elocuente. Ninguna palabra de más, ninguna de menos. Hábil para husmear entre los archivos, olfateador innato y sagaz para desistir ante las eventuales seducciones del poder. Lo conocí un día soleado en el patio de la etapa escolar. Mi profesora de Álgebra, Iris Rodríguez, me alcanzó el artículo «El César Vallejo que yo conocí», de Ciro Alegría, que había sido publicado en el semanario. La impresión, el tamaño de las letras y la escritura impecable, me sedujeron a comprar el ejemplar y leerlo íntegro. Desde entonces, gocé de sus páginas y de la columna «Matices», a modo de miscelánea auténtica, que era capaz de alumbrar el escenario político o llenar de brillo a un personaje olvidado.
Pero César no negociaba con el poder. Lo demostró renunciando a todos los medios donde intentaron manipularlo y menoscabar su discurso. Se autoexilió a una edad en que la televisión era su trono, un reinado aparte. Lideraba atrozmente el rating de la inteligencia. Renunció al medio tradicional para fundar el suyo: uno a la altura de las circunstancias y del rigor periodístico. Páginas bien escritas, impolutas: jugándose la vida en una primicia, como de joven, a pulso, pero con la sapiencia que le ha dado el trajín de los años. Una enciclopedia abierta que continúa traicionando a Google y el resto de artificios digitales. Sentí una especie de veneración ortodoxa.
Incluso cuando tuve la oportunidad de acercarme a él, no lo hice. No quería incomodarlo, tal vez para evitar una molestia que me hiciera bajarlo del pedestal inventado. Aquella noche, en el balneario de Asia, entre decenas de departamentos, vi a César sentado con un amigo suyo. Solo Dios o el diablo podrían saber de qué conversaban. Allí estaba el sobreviviente a los días más ajetreados de la prensa, el que había realizado, sin temor a equivocarme, las entrevistas más memorables de este país: balcón que había observado con desdén y crítica absoluta.
Al terminar de escribir esta columna, no he tenido mejor idea que enviársela al destinatario a través de Claudia Talledo, periodista del semanario Hildebrandt y sus trece, quien gentilmente me retransmitió la negación de César a una entrevista en dos oportunidades. Cumplió el rol: defender su tiempo para culminar el feroz semanario que dirige. Sé muy bien que, si Hildebrandt ha tenido el infortunio de leerme hasta aquí, la columna le parecerá una ridiculez absoluta, repleta de adjetivos floridos, incongruentes e innecesarios. Te pido perdón, César. Un perdón con letras mayúsculas. Me tomo la licencia de abandonar, paulatinamente, el periodismo, para convertirme en un peón mortal más del tablero y reconstruir al monumento vivo, la tempestad inacabada.