No es una simple anécdota, adecuada para atizar el cotilleo político del momento. Por el contrario, más allá de los términos del problema, se trata de un evento para pensar, uno de esos sucesos que tal vez con el paso del tiempo, y vistos en retrospectiva, se configuren como un auténtico aviso. Me refiero, por supuesto, a la censura que diversas redes sociales han establecido a Donald Trump, todavía presidente de los Estados Unidos al redactar estas líneas.
De forma preliminar, debo advertir que el presente texto no busca ser propaganda o apología de Trump. No pretendo pronunciarme sobre si propicio directa o indirectamente el asalto del Capitolio, si está justificado el impeachment en su contra o si hubo fraude en las elecciones estadounidenses. Únicamente se trata de reflexionar sobre un hecho concreto y su relevancia: que las redes sociales censuren a una persona por sus ideas. En este caso concreto podría traducirse así: que algunos empresarios con ideas distintas (los dueños de las redes sociales) censuren al presidente republicano en funciones. O, traducido a términos más coloquiales: Si un grupo pequeño de empresarios pueden censurar al que en teoría es el hombre más poderoso del mundo, ¿qué cosa los podrá detener?, ¿quién detenta el auténtico poder de facto? Por eso la censura de Trump nos interesa a todos, independientemente de nuestra filiación partidista.
La cuestión linda en una zona fronteriza, se trata de una temática compleja, pues es resultado de cómo nuestros avances tecnológicos han crecido mucho más rápidamente que nuestras instituciones políticas y jurídicas.
Con el vértigo de la tecnología es fácil quedar en «terreno de nadie», en zonas inexploradas dentro de la legalidad y la ciudadanía. En el caso concreto de las redes sociales, parecieran borrarse los límites de lo público y lo privado, al tiempo que desaparecen las fronteras nacionales y con ellas las jurisdicciones. De primera impresión, pareciera que las redes sociales son un asunto público, porque todos accedemos a ellas y se han configurado como el principal vehículo para participar, intervenir y opinar dentro de la sociedad.
La «Primavera Árabe», no tan lejana, muestra un poco su eficacia, que a lo largo del tiempo no ha dejado de crecer. Pero la censura de Trump, o el reciente cambio de política informativa en WhatsApp nos recuerdan que, en realidad, son privadas y son negocio.
Digamos que nos gustaría que fueran públicas, de forma que pudiéramos reclamar o exigir un trato en pie de igualdad, como el resto de los ciudadanos. Pero eventos como la censura de Trump nos recuerdan que no son así. Son compañías que tienen sus propios criterios, sus protocolos, sus algoritmos, y nadie nos obliga a contratar sus servicios. Nuestra libertad de no servirnos de ellas está intacta, pero sabemos que hacerlo es como bajarse del mundo, abandonar la palestra pública. Es decir, una institución privada se convierte en el medio necesario, casi imprescindible, para participar en la vida pública. Muchas campañas políticas recientes se han jugado en las redes sociales, es decir, en un campo privado que tiene apariencia de público.
Pero finalmente son compañías, las cuales, pese a las apariencias, no son imparciales. Tienen sus propios criterios, defienden sus intereses, y pueden sacar del debate público ¡incluso al presidente de los Estados Unidos! Si pueden hacerle eso «al hombre más poderosos del mundo», ¿qué no podrán hacer contigo, estimado lector, y conmigo, simples mortales de a pie? Alguien podría pensar, «esto solo le pasa a Trump y, a decir verdad, se lo ganó a pulso».
Me gustaría que fuera así, pero en realidad no lo es. Conozco, de primera mano, páginas de Facebook provida y profamilia que han sido retiradas de circulación sin motivo. A mí también me han censurado y, por tanto, he tenido que cerrar un blog porque ya no podía colgar artículos en Facebook. Me han censurado desde fotografías de un paseo hasta artículos. ¿Quién establece los criterios del algoritmo? Si uno no piensa según el canon de lo «políticamente correcto», corre el riesgo de desaparecer del mapa.
Vale la pena reflexionarlo, porque no tenemos muchas alternativas. Por lo menos, es bueno ser conscientes de que somos invitados a un juego en el que casi estamos obligados a jugar; y que no necesariamente nos tienen que gustar sus reglas. ¿Quién puede pelearse con un algoritmo o con el dueño de la empresa que decide los términos del algoritmo?