Durante las últimas semanas se ha discutido en demasía sobre la ratificación del Acuerdo de Escazú. Este tratado internacional – poco conocido hasta hace corto tiempo – y que hoy se hace presente nuevamente en las voces de las opiniones de los peruanos, se presenta a sí mismo como beneficioso para nuestra sociedad internacional. Sin embargo, el contenido de dicho tratado, presenta algunas rúbricas que podrían interpretarse como perjudiciales para nuestro país.
El Acuerdo de Escazú tiene como precedente la Cumbre de Río llevada a cabo en Brasil en 1992. Como consecuencia de dicha reunión internacional, se emitió el documento titulado «La Declaración de Río sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo». Este escrito consagró 27 principios relacionados a los valores ecológicos de los países. El principio diez de dicho pliego menciona la importancia del reconocimiento a los derechos de acceso a la información, participación y justicia en materia ambiental. Como expresión concreta de este principio se elaboró el «Acuerdo Regional sobre el Acceso a la Información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos Ambientales en América Latina y el Caribe» (Acuerdo de Escazú), suscrito por la República del Perú en el 2018. Cuya ratificación, por parte del Congreso, hoy se encuentra pendiente.
Aunque a simple percepción parece ser una propuesta interesante, la introducción de este acuerdo en nuestro sistema jurídico representa posibles peligros que ocasionarían consecuencias muy graves en nuestra sociedad. A pesar de ello, no pretendo analizar – como ya se ha realizado en abundancia durante estas semanas – sobre los daños que podría ocasionar este tratado a la soberanía nacional y a la inversión privada. Es mi deseo reflexionar sobre una de las motivaciones que promueven (junto a las corrientes de izquierda) esta ratificación. Me refiero a las corrientes ambientalistas radicales que pululan y se han extendido con rapidez en medio de la cultura actual.
Estos últimos años se ha venido promoviendo, por algunas ONG`S internacionales, una tendencia fundamentalista bajo el nombre de «ambientalismo» o «ecologismo». Los miembros de estas posturas ideológicas aseveran que cualquier tipo de intervención humana en la naturaleza produce un amplio daño en el ecosistema y son contrarios al medio ambiente. Del mismo modo, expresan que la manipulación y uso de los recursos naturales generan cambios irreversibles. Y, por lo tanto, hay que evitar cualquier tipo de contacto humano que produzca alguna modificación en la naturaleza. Evidentemente, este planteamiento no es del todo racional. Se plantea un respeto idolátrico a los bienes naturales, olvidando que estos están al servicio del hombre, y no al revés, como plantean estas personas.
En países como el nuestro, en el que la variedad de ecosistemas permite el desarrollo de innumerables recursos de la naturaleza, esta concepción de ambientalismo moderno ha traído grandes paros y conflictos en el proceso de la obtención del desarrollo sostenible nacional. En diferentes oportunidades, se han opuesto a la utilización de dichos recursos y se han enfrentado altaneramente contra la inversión privada. No satisfechos, han movilizado a poblaciones y comunidades, enfrentándolas con el gobierno o usándolas para cumplir otras artimañas políticas. Más allá de estas consecuencias sociales, siembran en el pensamiento ciudadano ideas tendenciosas, ajenas al sano razonamiento.
El primer error que profesan y promueven es la idea que plantea que el hombre no puede aproximarse a la naturaleza con la finalidad de obtener un favor propio. Esto es falso, pues el ser humano ha sido puesto en la cumbre del mundo no solo para cuidar de la naturaleza, sino para usarla en beneficio propio y común. Tienen como punto de partida una errada pirámide de valores, en donde la naturaleza se antepone a las personas. De este modo, olvidan y rechazan la dignidad preminente del ser humano sobre todo el mundo natural. Muy cercanos al panteísmo, creen y enseñan una supremacía –o, en otros casos, equiparación– de los derechos humanos a los derechos ambientales, como si la vida humana valiera tanto o más que los bienes de la naturaleza.
Esta idea se concretiza en su constante oposición a la inversión privada o gubernamental cada vez que se esboza la posibilidad del uso de la naturaleza como medio de subsistencia y progreso, a pesar de que el sano razonamiento afirma que es legítimo el uso de los recursos naturales para asegurar una vida de calidad a todos los seres humanos. En efecto, esta vida digna a la que todos tenemos derecho puede ser construida de un modo más eficiente con la explotación y utilización moderada de los recursos que la naturaleza nos proporciona. Pues, como la historia nos ha demostrado, el desarrollo de la humanidad y el progreso de los pueblos no hubieran sido posibles sin el uso de las bondades con los que la naturaleza ha dotado a los hombres.
Precisamente, para nuestro país, la correcta explotación de los recursos naturales representa un extenso crecimiento y desarrollo económico-social. De hecho, la economía peruana tiene como fundamento a los múltiples recursos naturales, entre los que realza la minería y las producciones agropecuarias. Nuestro país se ha abierto a la economía mundial presentándose como principal productor de diversas riquezas naturales, que no solo colaboran con el desarrollo nacional, sino también a nivel internacional.
Llegados a este punto, no podemos negar que existen quienes han usado y abusado de los recursos naturales de modo desproporcionado. Estos, ubicados en el extremo contrario de los anteriores, han generado destrozos e irreversibles daños en el sistema ecológico: han desfalcado nuestro ecosistema, han propiciado el uso indiscriminado de los recursos y han contaminado con sus prácticas ilegales nuestra casa común. Repudiamos estos actos. Todo acercamiento del ser humano a la naturaleza ha de realizarse con respeto, reconociendo que todo lo que nos proporciona es parte de nuestro hogar universal y no podemos abusar de ellos de modo desmedido. Más todavía, el uso de los recursos naturales se torna inmoral cuando el hombre no mide las consecuencias de sus prácticas y se beneficia de ellos a costa de una explotación indiscriminada y que solo produce daño al equilibrio ambiental. Reconocemos nuestro compromiso con esta lucha común, pero, al mismo tiempo, nos distanciamos de aquellos que proponen como solución el abandono a la sana gestión de los recursos naturales.
Hemos sido beneficiados con un país hermoso, no solo por la calidad de su gente, sino también por su biodiversidad y bienes naturales. Estamos llamados a defender nuestro planeta, nuestro país y nuestra Amazonía. Sin embargo, esta defensa es verdadera cuando es suscitada por una positiva cultura ecológica, que va más allá de las ideologías y los extremos. Defender nuestro ecosistema nacional es aprender a usar de ellos moderadamente y sin abuso, esto pasa por la promoción de un sano ecologismo que busca proteger a la naturaleza de los abusos excesivos y de la contaminación irracional, pero no del modo como señala el ambientalismo extremista de hoy en día. Crezcamos en esta genuina defensa de la naturaleza, y huyamos de aquellas ideas falaces propuestas por quienes impulsan tratados y convenios como el de Escazú, que no tiene otra consecuencia distinta a la desunión nacional y paralización del progreso.