Aprendí a querer el fútbol gracias a mi madre, quien me dio la vida; y a mi padre, quien me enseñó a patear un balón. Quise ser el mejor. Sin embargo, mis habilidades no pasaban de correr y caer, una y otra vez, en el campo de juego como consecuencia de mi descoordinación. Los años pasaron y me di cuenta de que no podía imitar lo que una vez mi gran ídolo hizo. Diego Armando Maradona se llamaba, o mejor dicho, se llama. Hoy, en su cumpleaños número 60, quiero recordarlo de la mejor manera con una pelota en su pierna zurda.
Pienso mucho para escribir y no caer en la redundancia sobre qué significa haberte visto jugar, Maradona. La tristeza me invade al recordar que jamás vi un partido tuyo. Por momentos, ese sentimiento se desvanece en el aire al darme cuenta de que tuve el privilegio de ver a Ronaldo, Ronaldinho, Messi, Iniesta y Xavi en su máximo nivel. No obstante, cambiaría todo eso para viajar en el tiempo y sentarme en las gradas del estadio que lleva tu nombre, y así verte debutar con la camiseta de tu querido Argentinos Juniors.
A pesar de que hiciste tu debut oficial a diez días de cumplir 16 años, no desentonaste e hiciste algo impensado y sacado de una fantasía: primer balón que tocaste, caño al marcador izquierdo Juan Cabrera de Talleres. Al final perdieron por 1 a 0, pero eso a quién le importaba. Era 20 de octubre de 1976 y había nacido ‘El Pibe de Oro’.
Todos los medios argentinos afirmaban que aquel muchacho, oriundo de Villa Fiorito, era una poesía al ver cómo jugaba cada fin de semana. Muchos daban por hecho tu llegada a la Selección Argentina de César Luis Menotti. Te llamaron en reiteradas ocasiones para los entrenamientos de preparación para el Mundial de 1978. Sin embargo, sufriste uno de los peores crímenes de la historia al no ser convocado para tal torneo llevado a cabo en tu país.
Pero eso no frustró tu camino a la gloria. Al año siguiente fuiste campeón mundial juvenil sub-20 en Japón. Luego, Boca te compró por casi 10 millones de dólares. Récord en la época. Un año duró tu estadía en el barrio de La Boca. El Barcelona de España te pidió a gritos. Ni la patada de Goikoetxea pudo frenar el legado que tiempo más tarde se iba a extender y alcanzar su pico más alto en Nápoles. Fue la misma gente de esa ciudad que vio el mejor Maradona. Transformaste el sur de Italia, un lugar mal visto por el crimen organizado, en uno lleno de pasión y vida gracias a todo lo que generabas. El Napoli siempre fue el sitio donde te sentiste como un dios.
En el Mundial de México 86 eras él que más sabía de la clase. Sabías cuándo gambetear y cuándo dar pase. Presentías cuándo era necesario hacer un caño y cuándo reventarla (aunque era algo atípico ver eso). Cuatro años más tarde, en el Mundial de Italia, te enfrentaste a algunas personas que una vez te abrazaron por ofender tu país. Siempre fuiste rebelde y no aceptabas la injusticia como tal. Por al contrario, utilizabas la magia que Dios te dio y revertías todo pronóstico hecho. Pero hubo un solo rival al que afrontaste y perdiste muchas veces, pero al final saliste vencedor. Ese rival, más bien enemigo, fue la droga.
“Yo nací sabiendo quién iba a ser. Lo que no sabía era que iba a tomar cocaína”, revelaste años más tarde en el film del cineasta Emir Kusturica. Sin embargo, yo no quiero hablar de eso. Quiero hablar de lo bien que le hiciste al fútbol. Tu legado no volverá a repetirse por ningún otro jugador. Nadie te volverá a cortar las piernas como una vez sucedió en EE. UU. hace 26 años. Ahora, mis sueños inconclusos por imitarte se encuentran por los suelos al darme cuenta de que no podré ser como tú. “Yo me equivoqué y pagué. Pero la pelota no se mancha”, palabras pronunciadas por ti el 10 de noviembre de 2001 en tu partido de despedida. Las estadísticas nos revelan que hay jugadores que han sido mejores que tú; no obstante, a pesar de jamás haberte visto jugar, siempre diré que solo hubo alguien mejor que todos, y ese fue Maradona.