En las últimas semanas y especialmente a raíz de los resultados electorales en las PASO en Argentina, que posicionaron al candidato liberal Javier Milei como potencial vencedor en la contienda para la presidencia. Los graves estallidos de inseguridad ciudadana en el Perú han llevado a plantear la necesidad de un líder nacional con características semejantes a las del economista argentino y las del presidente de El Salvador, Nayib Bukele, que ha tenido resultados interesantes al enfrentarse a la Mara Salvatrucha.
Si hubiera alguna forma de resumir las características intrínsecas de este líder ideal serían las de uno fuerte, irreverente y contestatario. A partir de esas características, es que algunos (según su bandera política) han deseado añadirle elementos nacionalistas, otros lo perfilan más como un liberal al estilo del economista argentino. Hay también quienes consideran que este líder sería el «renacer» de Alberto Fujimori, otros lo relacionan más como un líder antiglobalista. En definitiva, la idea de un político de gran liderazgo se ha convertido en la fantasía de diversos sectores políticos y también en su pesadilla, pues es bien sabido que el «líder fuerte» suele estar relacionado con el populismo, que resulta nocivo en toda democracia respetable.
Ante el análisis previo, cabe preguntarse si el Perú necesita o no un «líder fuerte» independientemente del perfil que hayan estado postulando los simpatizantes del economista argentino o del presidente salvadoreño. Para ello es necesario entender las falencias en la gestión del Estado y cómo Gobierno tras Gobierno no han podido (salvo excepciones) llevar a cabo las necesarias reformas de comunicaciones, economía, educación, seguridad, salud y salubridad que necesita el país.
El problema de fondo es que los partidos políticos no han podido generar liderazgos competentes y cuadros políticos aptos para los retos de la gestión pública por fuera del escritorio, políticos que prioricen la lucha antes que la gestión de intereses (lobbies) y que pongan por delante los verdaderos problemas de extrema urgencia para el país, en especial de ese llamado Perú profundo que está muy alejado de las oficinas de los ministerios. Con los partidos políticos vacíos de líderes con auténtica formación política, solo nos ha quedado recurrir a pseudoliderazgos que tienen su génesis en el empresariado o en otros espacios sociales que, a primera vista, no generan un problema, sin embargo, su carente preparación política los lleva a la torpeza o la adopción de discursos apasionados, pero ausentes de legalidad y realismo.
Estos discursos apasionados van creando al «líder fuerte» que muchos buscan: uno que ante la ausencia de soluciones básicas de toda democracia opta por tomar decisiones arbitrarias, pero que al fin y a al cabo llevan a solucionar los problemas. El peligro es que a veces este líder no piensa en las consecuencias o a veces se olvida del estado de derecho o los derechos humanos.
Lamentablemente, en los países de América Latina el camino del «líder fuerte» se ha convertido en una solución casi necesaria ante la magnitud de nuestros problemas y la debilidad institucional de estas democracias. La diferencia entre el verdadero liderazgo y el populismo es que el primero puede ser reconducido hasta llegar a ser virtuoso, mientras que el populista es irrefrenable.
En la realidad peruana, un liderazgo idealista, cordial y tecnocrático ha devenido en Gobiernos laxos, de resultados cuestionables, debido a la compleja realidad nacional. El Perú en definitiva sí requiere un liderazgo fuerte, es una necesidad que se lleva casi en la sangre, en especial del que está más alejado de la modernidad. El peruano se siente más representado cuando ve a un líder social involucrarse en la solución de los problemas, ensuciarse, ir al más recóndito de los pueblos. En resumen, la representación está directamente relacionada con el grado de empatía y conexión social que tenga un candidato, sin que esto derive a un discurso sentimental, sino en un discurso potente, con soluciones contundentes que resuene en cada rincón de nuestro país.
La interrogante es: ¿importar un estereotipo de líder extranjero al pie de la letra o generar un líder nacional con base en la realidad peruana? El Perú no requiere un líder extravagante ni un presidente que venga de dinamitar nuestras débiles instituciones, el líder nacional debe tener su propia impronta por fuera de las influencias extranjeras como consecuencia de nuestras propias circunstancias y de nuestra historia.
Hago mención de esto porque no es lo ideal para un país y para una democracia tener un «líder fuerte» único e irrepetible que tome el poder, con el tiempo postule a una reelección y devenga -quiera o no- en corrupción y descrédito del sistema. Esta es la condena que suele repetirse en todos o casi todos aquellos líderes políticos que buscan hacer cambios perdurando en el poder y esto resulta nocivo para el Perú si es que apostamos por un desarrollo sostenido en el tiempo.
Un verdadero líder para el Perú debe comprender que su presencia política en el poder es circunstancial a los hechos de su tiempo y debe aceptar la temporalidad que impone una democracia, teniendo en cuenta los cambios que debe hacer y aprovechando sus habilidades, inteligencia emocional y virtudes para conducir al país hacia el progreso pensando por fuera de su ambición personal. Es posible tener un líder virtuoso, que comprenda el valor del consenso, pero que a su vez entienda la necesidad del pragmatismo cuando se requiera, siempre pensando en el bienestar nacional.
Esperemos que esta discusión sobre un Milei o un Bukele peruano no siga haciendo que se propague la apropiación de mensajes políticos ni que aumente el extremismo, sino que conduzca a un análisis alturado sobre los elementos de un auténtico líder nacional acorde a nuestra realidad.