Hace poco más de 3 meses el gobierno presentó ante el Tribunal Constitucional una demanda de inconstitucionalidad contra una de las primeras leyes aprobadas por un adolescente Congreso de la República: la suspensión de peajes a nivel nacional. Con 102 votos a favor, la ley, publicada el pasado 7 de mayo, hacía exactamente lo que el Congreso no podía hacer. «Los contratos no pueden ser modificados por leyes», reza la Constitución. Lo que se cambiaba era un contrato, y la herramienta era una ley. Más claro, ni el agua.
Así, tras 4 meses y medio, varios arbitrajes y varios miles de soles después, la gracia del Parlamento fue eliminada por el TC. No contentos con eso, en menos de cuatro días, el Legislativo aprobó -al caballazo- otras 2 leyes inconstitucionales (ascensos automáticos del personal de salud público, y devolución de ONP). Esta dinámica ya parece más costumbre que casualidad. Una vez más, la misma historia: “los congresistas no tienen iniciativa de gasto”, dice la Constitución. Sumando los 2, el Estado tendría que gastar alrededor de 16 mil millones de soles, sin contar intereses. Es bien complicado que, de los 106 que votaron a favor de los proyectos, ninguno sepa leer. Como si no bastara, de “yapa”, nos regalaron un control de precios.
De cualquier modo, el Ejecutivo observará la ley de devolución de aportes a la ONP, el Congreso insistirá, y terminará siendo declarada -adivinaron- inconstitucional. Pero el problema no acaba ahí. En estos casos, la ley estará vigente desde el día siguiente a su publicación. Es decir, para cuando TC haga su trabajo y se deshaga de esta maravilla, el chanchito va estar roto y dejará un forado fiscal gigante. Uno tan grande como el amor de Urresti por crear pobres.
Pero pensemos más allá: todo eso no saldrá del bolsillo del Estado. Porque el «Estado» no genera un centavo. Solo gasta. El dinero lo generamos las personas, los privados. Los retiros, devoluciones, demandas, arbitrajes y, para colmo, el control de precios y los gastos burocráticos -para que unos burócratas deshagan la metida de pata de otros burócratas- saldrán de todos nosotros.
Hace un tiempo lo propuse, e insisto en ello. Al igual que asumen la fama por hacer algo «bueno», deberían también asumir las consecuencias de meter la pata. La factura deberían pagarla quienes toman la decisión, no quienes, por si fuera poco, tienen que pagarles para sufrir las consecuencias de sus brillanteces.