Lo mínimo que los peruanos esperábamos por la desastrosa gestión de la pandemia, y la muy mezquina administración de todo lo demás, era un mea culpa. Lógicamente, tras semejante hecatombe, de autoría única de Vizcarra y su alegre comparsa de mediocres, los peruanos -cuando menos- podríamos haber esperado una disculpa. Una palabra: «fracasé».
En su lugar, obtuvimos solo un discurso tan inocuo como monótono. Un discurso plagado de un ensalzamiento propio de quien asesta manotazos de ahogado para, a punta de insistencia, lograr una mejor imagen. Promesas, promesas y más promesas. Por supuesto, todas irrealizables, salvo por las exageradas, como es el caso del aumento de presupuesto en Salud. Sensacionalizada, como solo Vizcarra sabe hacerlo, se anunció que sería el «mayor presupuesto en la historia», alcanzando la suma de 20 mil millones.
Claro, lo que no dijo es que el aumento fue solo del 1% (al 2019 fue de 18.5 mil millones, del cual solo se ejecutó cerca del 88%). Hubiera sido interesante anunciar que dicho monto tampoco se ejecutaría en su totalidad, y que 15% sería arrancado por corrupción. Pero, obvio, nada de esto le convenía mencionar. Era mejor emocionar a los peruanos con algo que nunca sucederá. Cabe recordar lo que una vez Francisco de Quevedo dijo: «nadie ofrece tanto como el que no va a cumplir». Y Vizcarra ha demostrado ser un oferente crónico.
Pero el desapego de la realidad del presidente de facto no hizo sino aunarse a la frivolidad con la que pretende ser arquitecto de vidas y conciencias. Reparó en el grave problema del sector educación, para prometer, otra vez, que compararía y repartiría tabletas a los escolares. Todo para que, a la mañana siguiente, el Ministerio de Educación sacara un comunicado anunciando que, por burocracia, ya no compraría nada. Es decir, no habrá tabletas para nadie.
El disparate, sin embargo, no quedó ahí. Su burla a los peruanos tenía que continuar. Según él, todos sus movimientos por contener la pandemia y salvarnos del foso habrían sido exitosos. Él era el mandatario perfecto. Más aún, declaró que, en adelante, «nada [lo] derrotar[ía]». Craso error. No solo está derrotado, si no que hace meses fue vencido por su propia ineptitud. Como bien dijo Jaime Bayly: «el martillo lo tuvo el virus, no el señor Vizcarra». Lógicamente, el aplastado fue este último.
Vizcarra nos dio un discurso lleno de intenciones, no de resultados, menos aún de un balance. Pero se jactó de ser ampliamente transparente. En efecto, el personaje fue honesto hasta la médula. Fue transparente. No en la gestión, no en el conteo de víctimas, menos aún en la atención de pacientes y cuidado de la economía. Censurar y limitar a la prensa tampoco contaron. Fue transparente al mostrarse a los peruanos como quien realmente es: un individuo al que solo le importa su popularidad. Las vidas de los peruanos pasaron, hace meses, a un segundo plano.
Lo único rescatable, pues, del discurso de Vizcarra, es que se irá.