Con la educación no te metas dijo enfático un funcionario del gobierno peruano, retrucando a aquella otra que reza con mis hijos no te metas, enarbolada por sendos colectivos que defienden la libertad de enseñanza. La primera es una expresión que emboza una amenaza. Su razonabilidad es mucho menor que la prepotencia que ostenta. La educación es un concepto y un derecho universal, por tanto, autoproclamarse propietario y guardián de sus fronteras para impedir que sean franqueadas, sabe menos a celo que a un voluntarismo desmedido. Intentar poner rejas al curso de un manantial para que nadie abreve es tamaño despropósito. La educación es un bien difusivo: cada quien lo usufructúa con arreglo a sus propósitos. Los actores que intervienen en su transmisión y en los modos de educar son diferentes y múltiples siendo los principales, los padres y los profesores. Cabe destacar, finalmente, que esa advertencia esta irisada por la convicción de que la educación es patrimonio, responsabilidad y tarea del Estado, al extremo que cualquier acotación, conducta y crítica se considera como una afrenta y ataque al gobierno de turno.
Las democracias liberales son como los techos sol y sombra, dejan pasar los rayos luminosos a la libertad de expresión y la económica, pero oscurecen y sobreregulan la libertad de enseñanza y el derecho de los padres a elegir el tipo de educación para sus hijos. En pleno siglo XXI se hace caso omiso a una verdad tamaño catedral: la educación no se impone, se propone a voluntades libres.
Hablando con propiedad, tiene más lógica y consistencia afirmar «con mis hijos no te metas»: ellos tienen una identidad y un origen. Sus progenitores pueden afirmar que por sus venas corre su sangre. La paternidad incluye potestades y obligaciones referidas a su manutención, crecimiento, futuro, criterios educativos. Si bien los padres de familia, escogen – entre muchas- una escuela, no los exime de trasmitirles, cariño, valores, seguridad y principios acordes con el estilo de la familia.
El imperio del consumo predica la conversión de alumno a cliente, a quien se le tiene que complacer o crearles necesidades que sintonicen con la sensibilidad de sus padres. Importa más el consentir que mantener la unidad y coherencia en los principios con el estilo de la escuela. En cierto modo, su centro: la educación y formación se desplaza en procura de que el alumno la pase bien. Estedesplazamiento afecta la identidad de la escuela y de la docencia. El aprendizaje requiere sistema, tesón, orden y respeto a los compañeros. Mas que divertidas las clases tienen que ser interesantes y el alumno no debería realizar lo que le apetece ni en el momento que se le antoja. El imperio del consumo, premia el “éxito”, el “status”, las mediciones, los resultados, la moda en la tecnología de punta, y los maratónicos procesos de competencia entre las escuelas; pero sanciona la eliminación del esfuerzo, compañero fiel del estudio y del aprendizaje. Exigir es un verbo a punto de extinguirse en una “escuela divertida”. Se alzan voces denunciando que afecta la estabilidad y libertad del alumno, sobre todo si sí se pretende establecer unos límites mínimos en pro de la buena convivencia y aprovechamiento del tiempo.
El enfoque de derechos sin una perspectiva de deberes se configura por la confluencia de corrientes de pensamiento asentadas en el corpus legal con miras a cambiar costumbres, estilos de comportamiento e intereses culturales. El “enfoque de derechos” torna difícil enseñar a un alumno que cada uno es responsable de sus propios actos y que es viable convivir con orden en libertad. Si la presencia de las instituciones, de la autoridad, de las normas son percibidas como enemigas de mi sentir, de mi individualidad, de mis apetencias, entonces, la convivencia, la fraternidad, la familia, la comunidad y la sociedad difícilmente podrán cumplir con sus fines. La acentuación e iluminación de los derechos y el oscurecimiento de los deberes termina por sobre dimensionar el individualismo a costa de las relaciones interpersonales y las relaciones con la comunidad y/o las organizaciones. Más aún, si mis quereres y sentires cuentan con el respaldo de las leyes, las sociedades intermedias pierden consistencia y unidad. Cuando una persona incumple con un deber contraído y, lejos de asumir su responsabilidad, con la anuencia legal, lo muda en un derecho vulnerado, el efecto es devastador para cualquier institución: si hoy fue ese deber, porque mañana no podría exigirle otros cambios, que miran a su propio beneficio. La morosidad aplaudida y permita en perjuicio de escuelas privadas, es una clara manifestación de este enfoque de derechos sin una perspectiva de deberes. El derecho a la educación representa un interés superior que debe conducir a concertar criterios entre el Estado, los padres –primeros educadores‒ y los colegios a fin de remover los obstáculos que impidan su cabal ejercicio. Si se invoca el derecho de la educación del niño, como principio y se interpreta antojadizamente, se inaugura un camino sin retorno de intromisión del Estado en relación a toda actividad educativa privada. Apelando a tan noble criterio, se podrá exigir y aplicar iniciativas que veladamente afecten derechos constitucionales de los ciudadanos: libertad de enseñanza, libertad contractual y/o económica y libertad para elegir el tipo de educación de los hijos. Esto ocurre en un país cuyo Estado se autoproclama democrático y con una educación privada en expansión y crecimiento. El interés es promover un pensamiento único, un ciudadano que cumpla con la emisión de su voto, pero sin capacidad para discernir. ¿Será que en el fondo, la férrea defensa del consumidor ‒tal y como está planteada‒ tiene por objeto el digitar, desde las altas esferas, cómo debe vivir y pensar el peruano?