Un suceso lamentable fue de público conocimiento a nivel mundial durante esta semana. En Minnesota (Estados Unidos) la policía intervino a un estadounidense afroamericano. George Floyd, señalado por presunto uso de dinero falsificado, es intervenido por cuatro agentes policiales. La intervención se realiza, inicialmente, de forma pacífica; pero se torna agresiva cuando uno de los agentes deposita su rodilla sobre el cuello de Floyd mientras él pedía auxilio. Acción que terminaría por producirle la muerte momentos más tarde.
Creo que todos estamos de acuerdo con que una acción de tal tipo es reprochable. Más allá del color de piel de Floyd, la vida de ningún ser humano ha de ponerse en juego bajo ningún motivo. Toda vida es valiosa. No hay motivo para disponer de la vida de otro o ponerla en peligro. No es justificable. Es necesaria una investigación y sanción a los culpables.
Con ocasión de este triste acontecimiento surgió una ola de manifestaciones. Multitudes, en diversas ciudades europeas, salieron a las calles a exigir justicia para Floyd. Es lícito y loable cuando las personas se unen para exigir justicia. No obstante, este actuar se vuelve repudiable cuando las armas que se usan para protestar son las mismas por las que se protestan. Y es que, estas manifestaciones, inicialmente pacíficas, se convirtieron en agresivas. Muchos manifestantes rompieron lunas, quemaron negocios y agredieron a otros seres humanos. Hoy, ya se reportan fallecidos.
Me duele. Y lloro con ellos la muerte de George Floyd. Pero no estoy de acuerdo que, bajo su nombre, se realicen atrocidades. Mientras pensaba sobre a qué debería dedicar mi columna esta semana, me encontré en internet con la frase que corona hoy esta columna. Es increíble cómo actos inhumanos sacan lo peor de otros humanos. Entiendo lo que produce en nuestra alma una injusticia propia o ajena. También me enarbola la ira cuando soy testigo de estos acontecimientos.
Cualquier persona que ha sufrido una injusticia o la ha presenciado, ha de poder comprender lo que esta genera en el interior de uno mismo. Existen quienes prefieren no inmiscuirse en problemas ajenos, voltear la mirada o pasar de largo. Pero, también coexisten los que ante una injusticia buscan ayudar, reaccionar, involucrarse. Me parece que es más plausible esta segunda actitud. Cuando una persona logra salir de sí mismo para ver al otro, se humaniza. Es capaz de involucrarse en esta familia llamada humanidad.
No obstante, este paso del individualismo a la comunidad a veces puede ser peligroso. Cuando una persona decide salir de su aislamiento para caminar en sociedad, es necesario que haya abandonado en totalidad aquello que le hacía vivir ensimismado: el egoísmo, el orgullo y la soberbia de creerse superior a los demás. De no ser así, estará con la comunidad y luchará con la sociedad, pero seguirá pensando que es él es lo único importante, no estará dispuesto a mirar a los demás como iguales. Esto genera que, en ocasiones, cuando uno exige derechos, se olvide de los derechos de los demás. O, cuando exija respeto, lo haga agrediendo a otros o los bienes de la sociedad. Estas personas, por más que se proclamen solidarias, solo piensan en sí mismas: en sus derechos, en sus ideales y en sus dolores.
Una máxima que hemos aprendido todos de niños es que “la violencia engendra más violencia”. No es posible protestar contra la agresión agrediendo. Es doloroso observar cómo la búsqueda de justicia – cuando está mal planteada – termina por convertir a los humanos en peores personas. Esta agresión es más repudiable cuando se intenta justificar. Un cuestionamiento circula por las redes sociales “¿Si George Floyd hubiera sido tu hermano, tu padre o tu hijo, no estarías quemándolo todo?” Mi respuesta es no. Nunca se combate la injusticia desde la injusticia. No se puede exigir paz generando desorden. ¿Qué si puedo protestar? Sí, claro que protestaría. Pero existen caminos válidos, formas licitas. Respetando siempre a los demás. Reconociendo que somos parte de lo comunidad y no poniéndonos por encima de ella.
A propósito de estas protestas, me parece interesante advertir sobre algunos peligros que estas manifestaciones pueden traer consigo.
Por un lado, hemos de cuidar la pureza de las protestas. Hemos presenciado más de una vez, cómo grupos, movimientos o colectivos (a veces con objetivos diversos a los de la protesta) se han unido a manifestaciones y han terminado por desvirtuarlas. Por otro lado, hemos de cuidar que nuestra “compasión” sea real. Me pregunto: en el caso de que un blanco haya sido el muerto ¿hubieran existido las mismas protestas? ¿con la misma intensidad? Muchas veces, nuestra sociedad nos ha hecho creer que debemos de protestar o levantar la voz por los algunos y no por todos. Pero ¿no toda vida es valiosa? Los movimientos antirracistas o contra la xenofobia hacen una gran labor. Pero, a veces pueden hacernos perder el rumbo de descubrir que en toda agresión y en toda injusticia hay algo que reclamar. Toda vida es importante. Toda persona es importante. Más allá de su color de piel, sexo o religión.
La muerte de George Floyd nos deja grandes enseñanzas a los seres humanos. En primer lugar, la importancia y respeto de la vida. De toda vida. Y, en segundo lugar, nos enseña que, cuando el ser humano exige humanidad puede llegar a ser, verdaderamente, inhumano. Antes de terminar, quiero reafirmar mi dolor. Desde aquí, elevo una oración por Floyd, pero también elevo una oración por esos otros humanos que sacaron lo peor de sí. Por ellos, para que se encaminen en el mundo de paz y de unidad que deseaba George Floyd.