El concepto de «Revolución Molecular» parece explicar lo acontecido en Colombia, Perú, Chile e incluso Estados Unidos. Revueltas desestabilizadoras surgieron luego de un desencadenante en particular (una reforma tributaria, la suba del precio en el transporte público o la muerte de un individuo perteneciente a una minoría, por mencionar algunos ejemplos), para inmediatamente expandirse por cada uno de los países mencionados, destruyendo y quemando la propiedad, tanto la pública como privada. En apariencia estas revueltas no tienen líderes, son espontáneas y poseen varios focos de «ignición». Se caracterizan por ser movimientos (pretendidamente) anárquicos y horizontalmente destructivos que dejan sin capacidad de respuesta a gobiernos de centro o de derecha, pero nunca de izquierda.
En rigor, que las insurgencias se produzcan bajo gobiernos no-izquierdistas no es casualidad. Tampoco lo es que el modus operandi revolucionario sea esencialmente el mismo una y otra vez. Mucho menos que la violencia finalice solo cuando determinadas demandas son cumplidas, o, directamente, cuando el poder es entregado. Existe una agenda bien definida y coordinada, además de muy bien financiada, por más ingenuos y distraídos que los tibios gobiernos de centro decidan parecer, y por más desideologizados que muchos de los jóvenes protagonistas de los estallidos sociales se «autoperciban». No identificarse con la derecha ni con la izquierda no evita, al término de las rebeliones, que miles de revoltosos sean funcionales a esta última. Los ejemplos están a la vista: el deterioro del gobierno de Trump para la posterior victoria demócrata; la Convención Constituyente en Chile, cuyo resultado fue una derrota aplastante para la derecha; las elecciones en Perú, cuyas encuestas lidera por un profeso comunista; y el todavía vigente caos en Colombia, cuyo desenlace es incierto.
Así, dos tipos de agentes de cambio operan, si nos referimos estrictamente a las calles, en esta dinámica revolucionaria. Por un lado, los minoritarios impulsores y atizadores en cada uno de los focos incendiarios, provenientes de la izquierda más radical y organizada. Por el otro, las masas de «despolitizados», guiadas y acopladas a los primeros, que tornan multitudinarias las revueltas, dándoles mayor fuerza, notoriedad y legitimidad. Las revoluciones moleculares, en efecto, no tendrían resultados tan eficientes si no fuese estos miles de «despolitizados» o, más precisamente, de «politizados circunstanciales», que ven en los estallidos la posibilidad de generar cambios estructurales en la sociedad. El problema es que, al hecho poco deseable de que los cambios sociales sean promovidos de manera drástica como fruto de procesos revolucionarios, debemos añadir que son, en gran medida, militados por estas masas que no saben lo que quieren. Es decir, son masas de jóvenes que desconocen qué desean tras el cambio. Están disconformes con el statu quo, eso seguro; pero lejos están de saber hacia dónde debe mirar la nueva sociedad que ayudarán a conseguir, luego de colaborar, por ejemplo, con la destitución del presidente de turno o la promoción de una reforma constitucional.
A estas mayorías no les interesa, sin embargo, ejercer el poder. No son la izquierda. Lo que esperan, en cambio, son respuestas por parte de la nueva sociedad, que la antigua sociedad no fue capaz de darles. Respuestas a preguntas que no tienen para nada claras, que son cada vez más individualizadas y de índole cada vez más personal: identidad, propósito, sentido de pertenencia y sentido de trascendencia son algunas de las carencias engendradas por la cultura del carpe diem que conforma la psiquis de estas masas. Vivir en el «aquí y ahora», el ideal común de las nuevas generaciones, equivale a vivir en una suerte de estado de revolución permanente. No importa el pasado, ergo, puede ser destruido. Tampoco importa el futuro, en la medida en que siempre se vive en el presente. Caldo de cultivo, sin lugar a dudas, para mentalidades revolucionarias, condenadas a la disconformidad constante, en todo momento y lugar. Es que vivir en el presente inagotable puede parecer cómodo y divertido en un principio, liberador de toda responsabilidad; pero enseguida aburre, más tarde cansa y por último agobia.
De este modo, las preguntas sin respuestas son rápidamente capitalizadas por una izquierda que las convierte en demandas, y a los demandantes, como se dijo, en sujetos proletarios circunstanciales. La saturación de los sistemas democráticos es lo que sigue, y los estallidos sociales (la revolución) son su consecuente final. Los datos de la macroeconomía, los gráficos que ilustran porqué el país se encuentra bien encaminado y las «gestiones prolijas» definitivamente no alcanzan para contener a masas de jóvenes que pasaron de creer que la política es «el arte de lo posible«, a pensarla como «el arte de lo imposible». Sucede que, bajo esta lógica, la política ya no está limitada a demandas concretas y palpables, sino que es ahora un medio ilimitado que debería dar respuesta, inclusive, a cuestionamientos de naturaleza existencial. Así, todo puede ser logrado mediante la política, todo debe ser resuelto a través de ella. La politización absoluta, de esta manera, es la respuesta izquierdista a la despolitización ofrecida por la derecha tecnócrata.
A este respecto, en su Choque de Civilizaciones, Samuel Huntington argumentó que para pensar «seriamente sobre el mundo, y actuar eficazmente en él, necesitamos un mapa simplificado de la realidad». La diada izquierda-derecha ayuda aquí a estos fines. Poder encontrar, para después explicar los factores y elementos comunes de las revoluciones moleculares, así como identificar sus modos de actuar, para obtener resultados similares en los diferentes países sometidos a ellas, resulta casi imposible sin estas categorías. Apelar nuevamente a esta diada, asimismo, será necesario para poder construir una verdadera oposición a la izquierda cultural y una alternativa real al fraude de la centro-derecha tibia en toda la región.