El mundo se ha visto sacudido por un pequeño e insignificante animal, no inteligente y, en perfección bastante lejos de otros seres vivos y ni que decir del hombre. No obstante, este virus ha puesto en vilo a la humanidad, al extremo que los jefes de Estado han desplazado a los científicos en la información y conducción de esta crisis sanitaria. Se respira desconcierto e incertidumbre. No se sabe su evolución, su duración, ni el número cierto de víctimas… El hombre no tiene respuestas, no sabe cómo actuar y duda de las decisiones a tomar. Desde luego, somos criaturas dependientes y frágiles, a pesar de las imponentes conquistas y descubrimientos tecnológicos, hay y habrá muchas interrogantes en espera de respuesta por el hombre. Aceptarlo lo dispondrá con sencillez a abrirse y aceptar la realidad con-su-ser-así-y-no-de-otra-manera.
Al evidenciarse nuestra índole de necesitados y frágiles ¿perdemos en humanidad o dignidad? De ninguna manera. Más bien, tras las funciones, las categorías sociales y las diferencias individuales descubrimos que somos personas que coexisten en la intemperie, ora ateridos de frío, ora abrasados por los rayos solares, ora atemorizados por los rugidos y movimientos telúricos y ora amenazados por seres que por sus efectos se sabe de su existencia.
Los enemigos cuando acechan suelen atacar de noche o por un flanco desatendido, sin embargo, tan pronto se advierte la magnitud de los efectos de su presencia, emergen fuerzas, actitudes y liderazgos capaces no solo de resistirlos sino de vencerlos. En estos días, de diverso modo e intensidad se han decantado manifestaciones genuinamente humanas, la fraternidad, la gratitud, la generosidad, la pertenencia, la capacidad de renuncia y la preocupación por los otros.
Toda sociedad ante el embate de una calamidad, guarda el privilegio de contar con personas que aparecen lejos de las cámaras de televisión y de los protagonismos artificiales, pero cercanas a quienes necesitan socorro con el propósito de atender sus necesidades porque los mueve la solidaridad, el afán de ayuda y la vocación de servicio, que en situaciones críticas más brillan. En una coyuntura incierta y dura, ellos toman posición en los establecimientos estratégicos, pues con su talante profesional dejan una estela de eficiencia, disposición, entrega y conocimiento y con su presencia infunden seguridad, entereza y calma.
Gracias a su conducta, se aprende que el trabajo humano recusa ser percibido exclusivamente como un factor que añade valor e incide en la economía: evidencia interdependencia y la complementareidad entre los hombres. Las profesiones u ocupaciones que cada quien desempeña – elegida o aceptada – contribuyen al bienestar y el bienser de los otros. La valoración del trabajo no se satisface con el pago que se recibe. El trabajo bien hecho, con oportunidad y aderazado con una sonrisa, con serenidad y con la intencionalidad de ayudar predica que no solamente es una operación o resultado lo que se entrega sino la decisión y la donación personal de aportar al bien de los demás y al desarrollo de su país.
La historia avanza impertérrita acumulando acontecimientos, experiencias y sabiduría, sin embargo, a pesar de su prolongada y rica andadura, para el hombre de hoy, sigue siendo un misterio el sufrimiento y el dolor suscitado por acción de la naturaleza, de las enfermedades o por la muerte, más si son seres cercanos y queridos quienes fallecen. El mismo hombre movido por sus pasiones o ambiciones puede causar sufrimiento a sus semejantes. Esta fatal coyuntura muestra el sufrimiento de quienes son presa del coronavirus y el dolor agravado de quienes lo saben y por más que quieran, no pueden acompañarlos en la enfermedad ni en sus últimos momentos. Creo que esta es una vivencia fuerte e inédita de sufrimiento.
Pareciera que en esta pandemia el sufrimiento se ensañara más con las personas vulnerables. Las estadísticas – hasta la fecha – dan noticia de que el porcentaje de contagiados y fallecidos se concentra más entre los adultos mayores. Los medios de comunicación, asimismo, dan cuenta de cómo la cuarentena, aprieta y aflige mayormente en las zonas marginales, precisamente por carecer de servicios básicos y de ingresos económicos sostenidos. Podemos convenir que el coronavirus no buscó directamente a estos colectivos, sin embargo, sí que desnudó dejaciones, indiferencia y dimisiones de los gobiernos de turno. Durante su apogeo el servicio a domicilio, conocido también como “delivery” se convirtió en una suerte de lámpara mágica, bastaba activarla con el celular para que un deseo se cumpliera. Es un servicio útil pero corría el riesgo de tornarse en meramente placentero. No obstante, con la cuarentena el “delivery” encontró su proporción. Con restricciones para salir de casa, con el tiempo de circulación limitado, con la saturación de pedidos, las posibilidades de obtenerlos a tiempo y completos, se tornaron remotas. De manera que, el comprar se convirtió en un proceso, que se piensa, se prioriza, se conversa y se toman acuerdos previos antes de “enviar la lista” al proveedor. El acto de comprar se dilata, se aplazan las gratificaciones y se aprende a diferenciar entre lo básico y lo accesorio, pero sobre todo, se aprende a valorar a quien habitualmente hace de la compra un arte porque es capaz – en simultaneo- de conseguir que cada miembro de la familia satisfaga sus necesidades y, ajustar la oferta al dinero que se dispone.
Una lección importante ha sido, sin duda, la de reaprender a saber estar en el hogar y a mirarlo con aquella mirada en la que el corazón hace un recorrido desde el interior para posarse en la pupila y “tomar contacto directo con las supremas realidades sobre las que reposa toda la existencia humana: la vida y el amor» [1] La vida se despliega al compás del tiempo, de la naturaleza, del espacio, de los días que comunican con las noches para que la acoja y recupere fuerza y, la luna invitando con su resplandor tenue a aprovechar con fruición las horas hasta el adiós del último rayo solar. La existencia humana requiere de un espacio en donde poder repostar, ser acogida, obtener protección y seguridad, para lo cual el uso racional del espacio es necesario para aprovechar los beneficios de estas gracias hogareñas. El orden, la organización, la generosidad, la postergación, el cuidado y su mantenimiento– entre otras muchas cualidades – se conjugan y aparecen movidos por el afecto que une a la familia.
Estos días, en apariencia iguales, enseñan a mirar las cosas con otros ojos, tal y como si se regresara de un largo viaje, al volver se aprecian aspectos desatendidos o se los atiende con la intención de comprenderlos en su real dimensión. Así, en esta especie de volver a casa, en frase feliz de Rafael Alvira, se descubre que el amor – verbo majestuoso y grandilocuente en boca de poetas, literatos y filósofos – prefiere– sin perder un ápice de su categoría – mostrarse y expresarse en el trama de la vida cotidiana, con signos tan sencillos pero arrebatadores como una sonrisa, un beso, un abrazo, la atenta escucha, un espaldarazo ante una difícil decisión.
El amor en el cuidado se revela con la fuerza silente del café: da color y sabor nuevo al agua. El cuidar es arte, es ciencia y es cariño, por tanto, el resultado será sin cesar una verdadera pieza hecha a mano, que se ajusta a las particularidades del sujeto amado. El cuidado, “(…) pone de relieve nuestra condición de dependiente y relacional, y (…) revaloriza la capacidad empática para captar otras realidades o necesidades corpóreas del ser vivo” [2] En la capacidad de ajustarse a la satisfacción de necesidades de cada uno de los miembros de una familia radica el curso y la irradiación del amor. Si la persona se despliega en lo cotidiano y, lo prodigiosamente cotidiano se declara en su apogeo en el hogar, quiere decir que el cuidado se extiende a todas las actividades que se realizan en las circunstancias normales de cada día. Velando por las comidas en las reuniones familiares; por el orden material de los ambientes y de la higiene de la casa, la salud y bienestar corporal; el cariño manifestado y recibido. Así como en todas las etapas de la vida del hombre, desde el nacimiento hasta el final de sus días. Todos estos actos – entre otros – expresados al calor del hogar, son donados o dispensados desde el curso y la irradiación del amor. Sin embargo, donde el amor se exhibe en su plenitud es en la decisión diaria y perseverante de expresarse en la atención de los uno y mil detalles que precisa la persona para ser feliz.
El cuidado tiene un valor todavía más preciado que el estrictamente económico: la ineludible responsabilidad de estar pendiente con afecto de cada persona en el despliegue de existencia. Estos días han permitido exaltar el esplendor de la actividad en el hogar, la presencia intensa de la persona en su trama y su dinámica; y, la gratitud dispensada – pródiga y espléndida – como respuesta -nunca cancelada- porque lo se recepciona es siempre un aporte y donación de quien ama sin detenerse en el mérito o en la devolución, simplemente el amor se fija e instala en lo irrepetible y valioso de cada persona, tan solo por ser quien es.