He de decir que admiro a aquellos bienaventurados que, a pesar del tormentoso ruido, propio de sus más íntimas vivencias, lograron oír la esencia en lo recóndito de ellos mismos. Convivieron con el infortunio y algunos incluso murieron a su lado. Como si fuera poco, merecidamente se inmortalizaron, valientemente escribieron su nombre en el tiempo y sutilmente plasmaron su huella triste en la historia.
El mundo del arte ejemplifica adecuadamente a lo que me refiero. Todas las genialidades hoy conocidas están, en su mayoría, inspiradas en nostalgia, melancolía, abatimiento, dolor y un sinfín de sentimientos de esa índole. No obstante, existe una costumbre casi inconsciente de contemplar solo la superficie de aquello que se ve o escucha y que incluso ha sido capaz de convencer a muchos de que toda inspiración proviene del buen ánimo. Se aprecia la hermosura del cuadro, pero se desconoce la pesadumbre del pintor. Nos complace la música, sin embargo, no muy a menudo nos intriga la pasión del intérprete.
La temprana nostalgia de Valdelomar, en la literatura; la desdichada tristeza de Rembrandt, en la pintura; o la agitada juventud de Sinatra, del grandísimo Frank Sinatra, en la música, representan, a su manera, lo aquí expuesto. Se trata de aspectos íntimos que yacen en un distante segundo plano, opacados tal vez, por las distintas genialidades que semejantes dotados, dignos y aleatorios representantes de esta condición, realizaron en vida. Aun así, dichas experiencias, cargadas de desequilibrios constantes, inspiraron canciones, motivaron pinturas, iluminaron poemas y exaltaron interpretaciones. Pienso que esta idea traspasa incluso lo artístico y se introduce en la cotidianidad de las personas, ya que no es exclusivo de la hipersensibilidad innata de los artistas.
Por supuesto, estas afirmaciones no sostienen que sea imposible encontrar inspiración en el júbilo. Por el contrario, la alegría y el equilibrio emocional son también grandes propiciadores de aquella lucidez repentina. A pesar de ello, el producto final suele exhibir un peculiar contraste entre ambos casos. Un músico deprimido, por ejemplo, es capaz de componer la canción más entusiasta del mundo. Mientras que, el más feliz de los pintores, difícilmente podrá plasmar el sufrimiento en un cuadro. No solo existe una notable diferencia en la calidad del producto final, sino que este también transmite, de forma sutil, una importante carga emocional que nos cautiva inconscientemente.
Quizá habría que releer “Tristitia” o escuchar nuevamente a Sinatra en “My Way” para comprenderlo mejor. Desde aquí, sostengo que la historia nos ha dejado innumerables ejemplos y lo seguirá haciendo. Ahora, si me preguntan, yo diría que muy probablemente, se han hecho más cosas geniales con un cigarrillo en la mano, que con una sonrisa en el rostro.