No es necesario darle explicaciones a los justicieros sociales que sostienen airadamente que todos deberíamos estar en alguna plaza ahora mismo. ¿Qué sabrán de justicia aquellos que la recuerdan solo cuando todos están observando? ¿Qué sabrán de justicia aquellos amantes de hashtags, eslóganes y carteles tan risibles como irreales? A esas mentes emotivas no les interesa si tienes algún familiar en riesgo (con enfermedades adyacentes) o si simplemente eres capaz de ver la incongruencia en el trasfondo de sus motivaciones, la cual evidentemente ellos no ven. Hoy, las manifestaciones se han plagado, en su mayoría, de violentos y exhibicionistas que se disfrazan de lo mismo, autodenominándose “amantes de la patria” o “generación iluminada”.
El sector más radical de estas manifestaciones ya reclama, de forma muy astuta, un cambio de Constitución, así como ocurrió en Chile. Sin embargo, en el Perú, cuestionan una Constitución que ni los pacíficos, ni los exhibicionistas, ni los propios violentos se dignaron leer alguna vez. Detrás de ello empujan los de siempre: una izquierda hambrienta y el progresismo más moderno, los cuales se alimentan de la alteración al orden público y de todo tipo de crisis política, económica o social. Por su parte, los exhibicionistas o revolucionarios de redes sociales fomentan más barbaridades que justicia y más impertinencias que sentido común. Ellos no quieren manifestarse por un mejor país, quieren que los vean manifestarse por un mejor país, mientras siguen siendo los mismos inconsecuentes e inmorales de siempre. Actualmente, resulta difícil diferenciar quién es quién. Después de todo, en este escenario de culpabilidad cada quién se podría jerarquizar conforme a sus propias acciones y voluntades.
En primera instancia, podría considerarse inadmisible cuestionar a un manifestante pacífico que solo reclamase por una mejor realidad política. Sin embargo, considerando las contradicciones sanitarias y el desconocimiento de un fin concreto al que apunte su manifestación, como ocurre actualmente en numerosos manifestantes, no podría desprenderse aquella responsabilidad. En ese sentido, los mismos que deploraban la idea de una crisis adicional a la ya existente son quienes ahora de forma irresponsable intensifican todas las que coexisten. He ahí la peligrosidad de aquellas celebridades, artistas o influentes que hacen de su desconocimiento el conocimiento de los más persuasibles.
Una generación que, en teoría, lucha por la dignidad del pueblo, mientras viraliza cómo despojársela a un efectivo policial o a cualquiera que contradiga sus acciones, no puede estar en lo cierto; tiene que estar equivocada. No hace falta ser familiar de un policía para notarlo o amigo de un congresista para tenerlo en cuenta. Las manifestaciones son legítimas, pero el contexto actual, incomprendido y en el que predomina la ira por sobre la coherencia, no justifica la rabia desmedida de los violentos ni el carente tino de los exhibicionistas.
Habría que saber que Merino podría irse, pero que Vizcarra no volverá. Habría que saber que Ántero Flores podría irse, pero que los ciudadanos seguirán siendo los mismos, lo cual no es más que un círculo vicioso, ya que una sociedad que culpa a los políticos y se exculpa a sí misma está condenada a su propia desgracia. Hoy no vemos a un país cambiando la historia, vemos a malos votantes lamentarse de haber elegido a políticos tan inmorales e ineficientes como ellos y postergando la autocrítica hasta quién sabe cuándo. Hoy apreciamos que muchos se acuerdan del Centro Histórico de Lima solo para destruirlo y que pocos van hacia las plazas de todo el Perú para dejar alguna huella que no sea de irreverencia.