A raíz de lo sucedido en Chile, nuestros intelectuales optaron por allanar el camino para cambiar la Constitución “fujiapromontesinopinochetista” peruana. Algunos quieren permutar el “rol subsidiario del Estado” porque este no puede limitarse a dar subsidios, aunque nada tiene que ver una cosa con la otra. Otros, con la opaca lucidez que los caracteriza, sugirieron que el Estado debía garantizar educación y salud para todos, obviando el hecho de que la Constitución ya lo afirma. No se molestaron en abrir la Carta Magna, pero la discusión de fondo queda: la Constitución debe cambiar.
Desde el sofocante régimen laboral, que solo ha conseguido llevarnos hoy a un 80% de informalidad, pasando por no aceptar la libre portación de armas, o la propiedad privada de los recursos naturales del subsuelo, hasta no reconocer que dos adultos -sean del sexo que sean- deberían poder casarse sin mayor problema, está claro que la Constitución puede mejorar.
Por supuesto, el proceso no debe pasar por quemar edificios ni destruir espacios públicos, por más de que a la congresista Cecilia García y compañía les encante la idea. La reforma no pasa por lo que un grupo de cavernarios estimen correcto: quemar el Golf o alguna agencia bancaria poco o nada ayudaría a la causa. Si la Constitución debe cambiar es solo para bien: seguir construyendo sobre lo trabajado, no para destruirlo.
Los derechos laborales deben ser renunciables, y debe flexibilizarse el mercado laboral. Debemos olvidarnos de la demagogia del sueldo mínimo. Pero debemos también deshacernos del fantasma de las estatizaciones y empresas públicas; no funcionó con Velasco, tampoco con Alan en su primer gobierno, menos ahora, en un mundo con mercados internacionales mucho más dinámicos e innovadores.
Pero la Constitución no es el único problema. Cuando nos quejamos del sistema público de salud, donde debes pelear con un médico para sacar a un cadáver, donde puedes encontrar a recién nacidos en la basura, o incluso donde te cortan la pierna equivocada, nos quejamos de funcionarios y procesos estatales, no de la Constitución. Cuando nos damos cuenta de que 8 millones de peruanos no tienen desagüe, y otros 3.4 millones no tienen agua, nos quejamos de funcionarios y procesos estatales, no de la Constitución.
¿Los peruanos necesitamos una Constitución mejor? Sí. Pero también necesitamos -y a gritos- un Estado mejor. Uno que no se robe 20% de su presupuesto, o que apenas lo invierta en obras útiles. Necesitamos un Estado que se preocupe en tomar medidas pensadas y no improvisadas. Uno que proteja nuestra vida, libertad y propiedad, no uno que nos condene a morir aplastados en una discoteca o baleados por salir a jugar fútbol.
Doce constituciones son suficientes. Mejoremos lo que tenemos y exijamos los cambios que necesitamos.