El Perú es un país con una magnitud interesante de problemas. Lima, sabemos, aglomera buena parte de ellos. Sin duda, uno de estos es la inseguridad ciudadana. No es ninguna novedad para los que vivimos aquí; sin embargo, por alguna extraña razón, debido a la llegada del coronavirus a nuestro país, terminamos olvidándolo. Con militares en la calle durante las 24 horas del día, llegamos a pensar que la delincuencia era cosa del pasado. ¿Cómo olvidar al general Martos, excelentísimo y magnilocuente cachaco, diciendo que el toque de queda debería “mantenerse todo el año” por asuntos de “seguridad”?
Meses después, cuando la benevolencia bolchevique del gobierno se apiadó y optó por darnos un ápice de libertad, las cosas se pusieron bravas. Como la delincuencia le teme a la oscuridad, poco o nada sucedía durante las noches salvo por, claro, los kafkianos espectáculos en que los participantes de “fiestas covid” mutaban a cucarachas y, como tales, eran aplastados por las fuerzas del des-orden.
La espasmódica astucia de nuestros gobernantes no se percató -difícil habría sido si lo hubieran hecho- de que el problema no eran las satanizadas reuniones familiares, sino la delincuencia repotenciada. Contrario a lo esperado, mientras el covid duerme, los choros hacían de las suyas en las calles de nuestro país. Pero claro, este no es problema de la policía, serenazgo, militares, fiscalía y demás burócratas especializados en no hacer su trabajo. Un asalto a mano armada no es tan malo como tres personas en una casa. Para nada. Robar una casa tampoco. Saquear, menos.
Seamos sinceros: a menos de que alguien tenga la peregrina idea de que los facinerosos guardan pan para mayo, era bastante obvio que, a la primera oportunidad, iban a salir disparados para cumplir su sagrado oficio. Y esto, en realidad, es clase de kindergarten: choro recluido -por varios meses- es choro hambriento. Si te asaltan, reza. Si estás en casa y forcejean tu puerta, no te preocupes. Seguro quieren pedirte un poco de azúcar o, a lo mejor, un trago. Tú tranquilo. La policía llegará en un par de horas y empezará una eterna investigación: no recuperarás nada, pero no te preocupes. Primero el covid, después, lo que sea; cuando se acuerden, tú, tus cosas, tu familia o tu vida. Ojo, si te defiendes, te canean. Primero te deben balear y luego, tan solo en ese instante, puedes defenderte. Sino, los temerosos juececitos penales sacarán alguna argucia sugiriendo que habría sido mejor invitarle un café al criminal y esperar pacíficamente a que llegue la policía.
Hace unos días, con esto en mente, y fruto de uno de sus tan poco frecuentes chispazos de sabiduría, la piromaniaca congresista Cecilia García presentó un proyecto de ley para que, en sencillo, nadie se meta en tu casa, oficina o propiedad, salvo que tú lo permitas. Pero esto no se aleja mucho de lo que propuso el aprista Jorge del Castillo hace unos años. La idea era una, y bien clara: si alguien invade tu casa, oficina, o vehículo, y lo dañas o matas, puedes dormir tranquilo. La fiscalía no te puede tocar. Y tampoco debería. Es decir, dudo que alguien se dé por bien servido al ser visitado por los amigos de lo ajeno, violadores o asesinos.
La dudosa capacidad, integridad y criterio de la congresista no quita que esta propuesta sea equívoca. Por supuesto, no es que esté bien planteada, pero hay que reconocer los esfuerzos. La esencia del proyecto es correcta: los peruanos deberíamos poder defender nuestra propiedad. La ley, majadería o epifanía del burócrata de turno no puede ser un impedimento para proteger nuestros bienes, libertad o nuestra vida. La incapacidad o despotismo de nuestros gobernantes, puede terminar llevándonos al azaroso hoyo del desgobierno. Gracias a ellos, no lo olvidemos, los delincuentes han hecho de la calle su pista de baile, y la ley, cada compás de su vals.