El frío invernal se fue, y con su partida retornó el sol a las calles de la usualmente gris Lima. Como era obvio, fue tan solo cuestión de horas para que las personas arribaran a las playas de nuestra capital. Casi por instinto, con el mismo esfuerzo mental que este requiere, los magnates, todopoderosos y harto sesudos, vieron qué y cómo regular. Después de todo, son el ápice de sus respectivos feudos.
La noticia era una: el Gobierno decidiría si los limeños podrían ir a las playas o no. Es decir, no bastaban 7 meses de un atolondrado encierro y un toque de queda ridículamente marcializado. No, no era suficiente. Siempre se puede limitar más. En cualquier caso, los peruanos nos hemos dejado aplastar más de medio año sin protesta alguna. Incluso uno que otro ayayero o ingenuo salía a defender medidas tan improvisadas como ideologizadas. Los propios autores reconocieron que eran todos disparos al aire; no había cómo medir nada. Menos aún que podríamos saber si funcionaba o no. Pero ahí estaban.
El paternalismo, que nació exagerado, terminó superando los niveles hasta de lo inadmisible. La inspiración cavernaria de nuestros 1800 señores feudales, cada uno con su feudo y un poder cuasi divino, ha buscado convertirnos en un ejército de monigotes bailando al desafinado alarido de sus quimeras matutinas.
Así, mientras al otro lado del charco, en Berlin, Alemania, un tribunal anuló el disparatado cierre de locales a las 11:00 p.m., así como el ya suave toque de queda, por considerarlos una “usurpación desproporcionada de la libertad”, en Perú seguimos discutiendo cuántos minutos pueden salir los niños y adultos mayores, o si es más peligroso usar el transporte público que el privado. Aunque las respuestas sean obvias, y la experiencia, contundente, las epifanías son excepcionales entre los omnipotentes caporales.