La Congregación para la Doctrina de la Fe publicó la «Carta Samaritanus Bonus sobre el cuidado de las personas en las fases críticas y terminales de la vida», que viene a ser un llamado urgente a recuperar el valor que la vida humana tiene en sí misma. En efecto, afirma sin ambages: «La vida es siempre un bien. Esta es una intuición o, más bien, un dato de experiencia, cuya razón profunda el hombre está llamado a comprender».
Podría parecer algo evidente, sin embargo, una de las dolorosas consecuencias de la descristianización masiva de la sociedad, de su secularización radical y vuelta al paganismo, es que pierde el sentido del valor de la vida en sí misma, para valer únicamente con condicionamientos: la vida placentera, la vida útil, la calidad de vida. Es decir, no vale por sí misma, sino por algún añadido y, si carece de él, automáticamente pierde valor. La secularización neopagana resulta totalmente incapaz de encontrar algún sentido al sufrimiento y, cuando no lo puede evitar, opta por terminar abruptamente con la vida.
Aunque el documento apela a la razón, que debería ser capaz de descubrir el valor que la vida tiene en sí misma, deja ver cómo la bruma de la confusión nubla esa misma razón cuando se carece de la óptica de la fe. «Frente a lo inevitable de la enfermedad, sobre todo si es crónica y degenerativa, si falta la fe, el miedo al sufrimiento y a la muerte, y el desánimo que se produce, constituyen hoy en día las causas principales de la tentación de controlar y gestionar la llegada de la muerte». Sin la fe que amplíe a la razón, esta carece de las herramientas para integrar en un conjunto de significado la realidad inevitable del dolor.
La razón necesita de la fe, para asumir en su realismo y crudeza la vida tal como es; si carece de esa «vitamina intelectual», naufraga en su cometido y opta fácilmente por suprimir la vida. La mirada de la fe «es la mirada de quién no pretende apoderarse de la realidad de la vida, sino acogerla así como es, con sus fatigas y sufrimientos, buscando reconocer en la enfermedad un sentido del que dejarse interpelar y «guiar», con la confianza de quien se abandona al Señor de la vida».
La realidad de la eutanasia y del suicidio asistido muestran en toda su crudeza la precariedad del valor de la vida humana cuando el hombre prescinde voluntariamente de Dios. Son el fruto maduro de una sociedad secularizada y paganizada, donde la vida carece de sentido en sí misma, solo vale el goce que pueda producir. «La muerte puede convertirse en ocasión de una esperanza más grande, gracias a la fe…, el dolor es existencialmente soportable solo donde existe la esperanza. La esperanza que Cristo transmite al que sufre y al enfermo es la de su presencia, de su real cercanía. La esperanza no es solo un esperar por un futuro mejor, es una mirada sobre el presente, que lo llena de significado».
Resulta patente cómo necesitamos de la fe para redescubrir el valor de la vida. El texto cita, de forma elocuente la reciente «Declaración conjunta de las Religiones Monoteístas Abrahámicas sobre las cuestiones del final de la vida«, en la que judíos, musulmanes y cristianos se oponen «a cualquier forma de eutanasia —que es el acto directo, deliberado e intencional de quitar la vida – así como al suicidio médicamente asistido – que es el apoyo directo, deliberado e intencional para suicidarse porque contradicen fundamentalmente el valor inalienable de la vida humana». La fe amplía la razón, la fe defiende la vida, cuando la sociedad carece de fe, pierde este firme apoyo.